Uno de los comentarios más extendidos en estos días de confinamiento por la crisis del coronavirus, sobre todo al principio, aspira a remarcar lo inaudito de esta experiencia, trasladándonos a la lejana Navidad: «Si me dicen en Nochevieja lo que nos deparaba este 2020, no me lo habría creído». La fórmula es igualmente válida para relatar el tiempo trascurrido desde que el Gobierno decretara el estado de alarma, hace ahora dos meses.

Cuesta explicarle al nosotros de entonces lo que el nosotros de hoy conoce a partir de lo vivido. Entre otros motivos, porque la experiencia ha sido tan brutal, por momentos traumática, que nos ha cambiado para siempre y nos ha conducido a un mundo que dista mucho del que conocíamos antes de la pandemia.

El coronavirus nos ha obligado a permanecer encerrados en casa, día tras día, semana tras semana, sin fecha de salida a la vista, con lo que esa incertidumbre implica en términos psicológicos; ha incorporado a nuestras vidas rutinas higiénicas que desconocíamos, como andar pegados a una mascarilla en el exterior y lavarnos las manos continuamente; nos ha convertido en expertos en nomenclatura médica y en plataformas de videollamada; y nos ha habituado a convivir con la muerte rondándonos como nunca antes. También ha hecho aflorar lo mejor y lo peor de la condición humana.

ESCENARIOS / El recuerdo de estas ocho semanas y media evoca sensaciones de túnel, con una punta en aquel remoto 14 de marzo y la otra todavía por descubrir. En ese recorrido, el peor de los escenarios imaginados (que el sistema sanitario nacional se viera desbordado por la avalancha de contagios) llegó a vislumbrarse en el pico de la famosa curva, cuando los enfermos se acumulaban en los pasillos de los centros de salud y hubo que montar varios hospitales de campaña a la carrera y amontonar los cadáveres en improvisadas morgues , como las del Palacio de Hielo de Madrid.

Desde el minuto uno, la emergencia sanitaria ha tenido un inmediato reflejo en la esfera económica en todo el mundo, con cifras que recuerdan a la Gran Depresión de 1929. En España, el parón del sistema productivo, que en las dos primeras semanas del mes de abril fue absoluto, ha destruido un millón de empleos, ha mandado al ERTE a 3,4 millones de trabajadores y se estima que causará una caída del 15% del PIB anual.

Probablemente, al nosotros del 14 de marzo le habría impactado conocer estos datos de muerte, enfermedad y destrucción, así como la disciplina con que los españoles hemos cumplido normas y la voluntad con que cada tarde a las 8 hemos salido al balcón a aplaudir al personal sanitario.

Entre tanta noticia desalentadora, la pandemia también ha dado lugar a un sinfín de gestos y proyectos solidarios, el capítulo alegre de este cuento triste: unos, para fabricar respiradores y mascarillas cuando el material de protección sanitaria escaseaba; otros, para llevar comida a los bancos de alimentos.

CRISPACIÓN / Lo que el virus no ha logrado cambiar es el habitual tono crispado de la política española. Tras la conmoción inicial, los fallos de previsión y comunicación del Gobierno han sido aprovechados por la oposición para buscar réditos políticos en los momentos de mayor gravedad de la pandemia. Escuchar estos días los discursos del Congreso o asomarse a las redes sociales aportaba la misma experiencia desasosegante de siempre.