Extracto de “Todos estos mundos son vuestros” de Jon Willis (Alpha Decay, 2018, traducción de Albert Fuentes)

¿Existen los extraterrestres? ¿Hay vida más allá de la Tierra? Bueno, sí que la hay. Probablemente en abundancia. ¿Que cómo estoy tan seguro? ¿Lo bastante seguro como para empezar el libro dándote la respuesta? Mi respuesta se basa en gran medida en un argumento matemático. El universo, tal y como lo vemos, es un lugar enorme, muy posiblemente de tamaño infinito. No será preciso entrar en disquisiciones matemáticas para comprender que infinito significa grande. Lo bastante grande para que, aunque la posibilidad de que algo ocurra —la vida, sin ir más lejos— sea inconcebiblemente pequeña, tiene que producirse en alguna parte. Las probabilidades de tu número de la suerte en la lotería pueden ser remotas, pero siempre que no sean nulas, si juegas un número infinito de veces, tienes garantizado ganar. En un universo infinito todo es posible. Aun así, esta respuesta no es satisfactoria desde múltiples puntos de vista (no lo es situar la vida alienígena en los recovecos más remotos del cosmos tal y como nos lo imaginamos). Mucho más interesantes resultan las preguntas sobre dónde encontrar vida alienígena, qué formas adopta, cómo vive (y respira) y cómo deberíamos relacionarnos con ella. Pero como iremos descubriendo en este libro, las respuestas a estas últimas preguntas son mucho más difíciles de obtener que mi afirmación más bien simplista a la pregunta de si existen los extraterrestres.

¿Qué pasaría si altero ligeramente la pregunta? ¿Hay alguna prueba científica que permita corroborar la existencia de vida en el universo más allá de la Tierra? La respuesta a esta pregunta es, de momento, un no rotundo. Es posible que la explicación sea que no exista vida en el universo salvo en la Tierra. Sin embargo, dada la certeza con que me he manifestado antes, es más probable que haya vida en otros puntos del universo, pero que todavía no la hayamos descubierto. Aún no hemos buscado, explorado, escarbado o escudriñado suficientes lugares del universo para haberla encontrado. Poniendo todas las cartas sobre la mesa, debo señalar que es posible que dispongamos ya de pruebas científicas de la existencia de vida extraterrestre, pero que esas pruebas no disfrutan de una aceptación general. Más adelante me referiré a ello.

Es probable que la respuesta a mi segunda pregunta siga siendo un no incluso después de que hayas terminado de leer este libro.1 En gran parte, ello se debe a que el desafío está muy por encima de nuestros recursos actuales. Pese a las afirmaciones de los entusiastas de los ovnis, la vida extraterrestre no se ha presentado espontáneamente a las puertas de nuestras casas. Además, la vida extraterrestre parece hallarse fuera del alcance actual de nuestros telescopios y sondas espaciales. En un mundo de recursos científicos limitados, nos vemos obligados a decidir exactamente dónde vamos a buscar y cómo lo haremos para disfrutar de las más altas probabilidades de éxito. Los científicos engloban las ideas en que se basa esta investigación bajo el nombre de astrobiología. La ciencia de la astrobiología tiene tres objetivos fundamentales: comprender las condiciones necesarias para la vida en la Tierra (y posiblemente las condiciones que requiere la vida en general), buscar lugares en el universo que presenten tales condiciones, y, por último, detectar vida allí. De momento, hemos descubierto gran cantidad de posibles hábitats para la vida, en planetas y lunas de nuestro sistema solar o en planetas que orbitan alrededor de estrellas lejanas. Algunos de esos mundos presentan en parte las condiciones que encontramos en la Tierra, el único lugar del universo donde sabemos que existe vida.

Llegados a este punto, el lector atento se quejará de que empleemos la vida en la Tierra como modelo para la búsqueda de vida en el universo. ¿Y si la vida en la Tierra tan solo supone una diminuta porción del abanico de propiedades que presenta la vida más allá de nuestro planeta? ¿Acaso no estamos siendo estrechos de miras en nuestra búsqueda? ¿Corremos el riesgo de no detectar una vida verdaderamente alienígena por no saber reconocerla? Una vez más, la respuesta es un sí rotundo. Si partimos de la vida terrestre y avanzamos hacia el exterior, nuestra búsqueda no descubrirá todas las formas de vida posibles. Pasaremos por alto el conocimiento de organismos semejantes a asteroides vagando por el espacio y otras posibilidades insospechadas. Pero hay que empezar por algún sitio. La única vida que conocemos es la de la Tierra. Usándola como punto de partida, podemos especular sobre los tipos de procesos vitales que tal vez se den en planetas semejantes al nuestro, y con ello me refiero a aquellos que poseen una superficie sólida, una atmósfera de algún tipo y, a ser posible, una gama de compuestos químicos en estado líquido. Lo único que puedo garantizar es que, cuanto más miremos, tanto más aprenderemos sobre la vida y sus posibilidades. Muy bien, ¿queja aplazada? Prosigamos.

Así es como llegamos a la pregunta de si hay vida en lugares específicos del universo, con todos los desafíos que entraña una pregunta tan importante y sin embargo básica: ¿Qué experimentos físicos son necesarios para confirmar fuera de toda duda la existencia de una forma de vida que puede resultarnos completamente extraña? ¿Qué tecnología será necesaria para llevar a cabo una investigación de esta naturaleza? ¿Tendremos que aproximarnos a esos organismos de una forma física y personal o podremos obtener información de ellos a distancia? Preguntas, preguntas, preguntas, cuyas respuestas habrán de recurrir a un fascinante abanico de disciplinas: astronomía, física, química, biología, geología, matemáticas, ciencias de la computación y filosofía, por citar solo algunas. Aunque la variedad de conceptos empleados por los astrobiólogos es efectivamente amplísima, las ideas que manejan no dejan de ser bastante asequibles. Aunque no me atrevería a afirmar que sean sencillas, sí están al alcance de cualquier persona con unos mínimos conocimientos científicos. Así pues, y teniendo en cuenta todo esto, la idea con la que me gustaría empezar es muy simple, pero también muy antigua: la idea de mundo.

Nuevos mundos para uno viejo

Un mundo es un lugar. Puedes experimentarlo, explorarlo, agarrarlo y sacudirlo. Hasta cierto punto, es el mundo «real» por oposición a una idea abstracta. Durante gran parte de la historia humana, la Tierra ha sido el único mundo que hemos conocido. De ahí que lo explorásemos, descubriendo nuevas culturas y formas de vida. Las estrellas y planetas que los astrónomos clásicos podían estudiar a simple vista constituían un honorable campo de investigación. Pero en última instancia esos astrónomos veían en las estrellas y planetas observados simples puntos de luz en un firmamento oscuro. Trataban de describir su naturaleza recurriendo al mito y la especulación, pero sus ideas no dejaban de ser abstractas, inverificables y, por ende, imaginarias. Lo que cambió fue la visión. Al mirar más de cerca vimos más cosas. Y cuanto más veíamos, tanto más evidente resultaba que cada planeta y estrella era un lugar real, regido por procesos físicos idénticos a los que habían dado forma a la Tierra y nuestro sol. Así pues, podíamos salir al encuentro de esos mundos, investigarlos y explorarlos. Podíamos visitarlos y caminar sobre su superficie. Podíamos conocer a sus habitantes.

Galileo Galilei fue el primero en darnos esa visión. En 1609, Galileo trató de convencer a los mercaderes de Venecia de que su artefacto de dos lentes fijadas a ambos extremos de un tubo de madera ofrecía un buen método para observar los barcos en lontananza. Aunque, estimado lector, nosotros llamaríamos telescopio a ese artefacto, Galileo comercializó la idea con el pegadizo nombre de perspicillum. Desde su mirador en lo alto del campanario de la veneciana basílica de San Marcos, podía avistar los barcos que se aproximaban a la ciudad cuando todavía estaban a un día de navegación del puerto. La ampliación que ofrecía su telescopio le permitía identificar los barcos con rumbo a puerto al observar sus banderas y gallardetes, información que luego vendía a sus armadores, los cuales disponían así de un día de ventaja frente a sus competidores. No sabemos hasta qué punto logró convencer a los mercaderes de Venecia de la bondad de anticiparse al mercado por esos medios, pero en cualquier caso no tardaría en hacer algo muy distinto e interesante. Apuntó su telescopio a los cuerpos en el firmamento nocturno (entre ellos, la Luna y los planetas Júpiter y Saturno). Y luego, lo que resultó crucial para quienes seguirían sus pasos, describió en 1610 todo lo que había visto en la prosa sencilla y sobria del Sidereus Nuncius o Noticiero sideral.

Resultó que la Luna era un mundo, y bastante interesante por cierto, con cráteres, montañas abruptas y rebeldes, y valles profundos y tenebrosos. Galileo propuso que las llanuras lisas y uniformes eran mares, maria en el texto latín, el nombre que aún hoy usamos. Hay que recordar que todas sus descripciones se basaban en la observación directa de los cuerpos con su telescopio. Hasta ese momento, la Luna había sido en gran medida una desconocida, con la excepción de su movimiento regular alrededor de la Tierra. Los astrónomos clásicos la habían considerado un trozo perfecto e inmaculado de la creación, lo cual no podía ser más adecuado para una moradora de la bóveda celeste. En cambio, resultó que tenía una faz salpicada de granos, escarpada, erosionada y con varias capas; en resumidas cuentas, que era muy parecida a la Tierra. Imperfecta, complicada y, por ello, ¡interesante!

Desde las primeras observaciones lunares de Galileo, apenas tardamos trescientos sesenta años en ir a dar un paseo por su superficie, y en agujerearla, pincharla y traer a la Tierra unos trocitos, lo que resultaría de enorme importancia para nuestra exploración del universo. Gracias a nuestras numerosas exploraciones, tanto tripuladas como robotizadas, hemos aprendido que la Luna se compone de rocas de una composición muy parecida a la de la corteza externa de la Tierra. Todo apunta a que las rocas lunares más antiguas tienen la misma edad que las rocas más antiguas de la Tierra (unos 4.400 millones de años) y que apenas son algo más recientes que los meteoritos, tal vez el material de desecho más antiguo del sistema solar (unos 4.540 millones de años). Basándonos en estas observaciones, podemos deducir que en algún momento temprano de su historia la Tierra y la Luna fueron una única masa de roca fundida. Algún cataclismo, tal vez la colisión con otro planetoide en la juventud de nuestro sistema solar, separó aquel planeta Tierra-Luna, cuyos fragmentos más grande y más pequeño terminarían convirtiéndose en la Tierra y la Luna respectivamente.

En los trescientos sesenta años que van de Galileo Galilei a Neil Armstrong, la Luna pasó de ser un viajero celestial que formaba parte de nuestras vidas pero que apenas se conocía, a ser un cuerpo sólido con una larga historia geológica finalmente hermanada con la de la Tierra. Mucho antes de que el hombre pusiera un pie en su faz, ya había pasado a formar parte de nuestras conciencias como un mundo, una parte física de nuestra experiencia de la naturaleza. Distante, sí, pero también real y tangible.

¿A qué se parecerán los extraterrestres? Creo que a nadie sorprenderán las dos razones de que los alienígenas de las películas suelan tener un aspecto humanoide: es más barato retratarlos así y a los humanos nos gusta antropomorfizar a los alienígenas. Existen numerosas y notables excepciones a esta generalización, pero a este respecto la pregunta interesante sería: ¿qué punto de partida deberíamos emplear para identificar a la vida extraterrestre?

Aunque no descarto que algún día un rover termine capturando una secuencia fotográfica de una diminuta babosa abriéndose camino trabajosamente sobre una polvorienta llanura marciana, es muy probable que nuestra búsqueda sea mucho más sutil. El fenómeno que llamamos vida es un conjunto de procesos químicos encadenados y la energía necesaria para la vida genera una serie de subproductos químicos (sopla y entenderás lo que digo).

Por tanto, nuestra búsqueda de la vida hará bien en considerar de qué forma los procesos vitales alteran la composición química de un entorno dado. Con el nombre de biofirmas nos referimos a las marcas químicas producto de la actividad biológica. Las mejores o más evidentes biofirmas son aquellas que no pueden reproducirse en una química no biológica.

En la Tierra, la abundancia de oxígeno atmosférico producido por la fotosíntesis vegetal es una biofirma evidente. Unos observadores remotos de la Tierra deberían proceder con cierta cautela al comprobar que una quinta parte de nuestra atmósfera se compone de oxígeno; podría obedecer a actividad no biológica todavía por descubrir. Pero también tomarían nota de que nuestro planeta se distingue de muchos otros en un aspecto que podría apuntar a la existencia de vida. Sin lugar a dudas seríamos merecedores de un examen más atento. No otro es el sentido de lo que los astrónomos entienden por biofirmas (o, en este caso, un biomarcador atmosférico).

Por eso, puede ser más práctico identificar primero las firmas de la vida. Pero ¿qué decir de los agentes de esos cambios, de los propios organismos? He afirmado antes que, cuando nos interrogan sobre cómo buscar vida en el universo, deberíamos partir de lo que sabemos de la vida en la Tierra y solo entonces ver en qué dirección podríamos extrapolar esos conocimientos de forma sensata.

Desde esta perspectiva, deberíamos considerar antes que nada a los organismos más simples de la Tierra: las bacterias y arqueas unicelulares. Se miren por donde se miren, estos organismos dominan la vida en la Tierra. Bacterias y arqueas, que constituyen en la actualidad la mayor fuente de material vivo (biomasa) de la Tierra, han existido sin interrupción durante los 3.500-4.000 millones de años de historia de la vida en nuestro planeta (los dinosaurios se apuntaron unos 165 millones de años; nosotros vamos, de momento, por los dos millones).

Aquí el quid reside en no complicarse la vida: sobre todo si trabajas en un laboratorio que ha de construir un conjunto de instrumentos con la misión de realizar una búsqueda remota de vida en un planeta o luna distante. Tu definición de éxito podría muy bien consistir en crear un instrumento que sea capaz de detectar una biofirma de vida extraterrestre. Hecho esto (y tras haber recogido tu botín de galardones científicos), puedes empezar a pensar en cómo hacerte una idea del aspecto concreto que tendrá ese lodo espacial y averiguar de qué está hecho.

¿Dónde vamos a descubrir nuevas formas de vida? ¿Detectaremos algún día marcadores de vida en una muestra de lodo bacteriano de Titán, una de las lunas de Saturno? ¿Acaso las observaciones de un exoplaneta nos revelarán la presencia de biomarcadores atmosféricos? ¿Podremos crear vida artificial en una probeta en la Tierra? ¿O vamos a recibir un mensaje personal emitido por una forma de vida inteligente y lejana? No podemos descartar ninguna de estas posibilidades. El reto para un científico con recursos limitados es decidir hacia dónde dirigir su búsqueda de vida. En resumidas cuentas, si puedes financiar una misión espacial, ¿adónde la enviarás?

Cuando planteo las preguntas anteriores a mis alumnos, la mayoría opta por el lodo bacteriano o los biomarcadores. Unos pocos prefieren la vida creada en una probeta, mientras que uno o dos se decantan por esperar pacientemente a que suene el teléfono. Sus respuestas son un reflejo bastante exacto de su formación como estudiantes universitarios de ciencias. El objetivo de la pregunta es conseguir que piensen en hipótesis de contacto concretas desde un punto de vista científico y cómo reaccionaríamos, tanto en lo personal co-mo científicamente, a las mismas.

Ahora una pregunta interesante: ¿Cuándo vamos a descubrir nuevas formas de vida? ¿En diez años? ¿En cien? ¿Por qué no en mil? Una vez más tu respuesta dependerá de tus perspectivas. Diez años a lo mejor sea pecar de optimismo. En esencia, supone considerar que la vida abunda en los lugares donde ya estamos investigando y que hemos desplegado un instrumental capaz de reconocerla de forma inequívoca. Mil años tal vez sea una respuesta pesimista. En esencia, remite el descubrimiento a una generación futura tan alejada de nuestras posibilidades actuales que al final concluyes que las posibilidades de éxito a corto plazo son nulas.

La respuesta de cien años resulta más interesante. Su amplitud de varios decenios se corresponde con el orden de magnitud de la esperanza de vida humana. También va en la línea del tiempo necesario para idear, construir y enviar una misión espacial robotizada a Júpiter o Saturno y recibir los resultados de sus pesquisas. Va en la línea de los años que tardaremos en construir la siguiente generación de telescopios gigantes necesarios para sondear las atmósferas de exoplanetas lejanos (actualmente se están construyendo telescopios con espejos de treinta metros de diámetro). Cien años parece un reto asumible si... Si tomamos decisiones bien fundadas. Si seguimos siendo audaces en nuestros intentos. Y si la fortuna nos sonríe (en esta historia nos encontraremos con varios ejemplos de lo contrario).