La esclavitud nunca se fue. Simplemente, se transformó. En el mundo, según un informe de la organización Walk Free Foundation, 45,8 millones de personas sufren algún tipo de sumisión forzosa, laboral o sexual. El 58% de los esclavos modernos se concentran en Asia, sobre todo en India (18,35 millones de afectados), China (3,39), Pakistán (2,13), Bangladesh (1,53) y Uzbekistán (1,23), pero la mancha se extiende por todo el planeta. En España se calcula que viven bajo esta precaria situación 8.400 ciudadanos, el 0,018% de la población.

Entre los siglos XVI y XIX, la trata transatlántica de africanos se convirtió, ironías de la historia, en una de las primeras manifestaciones de lo que hoy se conoce como globalización. El tráfico de personas entre África, Europa, América y el Caribe afectó a millones de personas, hombres y mujeres que perdían las riendas de su vida y que eran vendidos a explotadores en una suerte de mercado tan regulado como aberrante. No fue hasta mediados del siglo XIX que Gran Bretaña (1833), Francia (1848) y Estados Unidos (1865) pusieron fin a esta práctica. La política prohibió la esclavitud, pero solo logró mandarla a la clandestinidad, donde todavía hoy sobrevive, disfrazada de modernidad.

Según Walk Free Foundation, muchos países trabajan de manera intensa para perseguir esta lacra. Entre los 10 más comprometidos, España se sitúa en octavo lugar. En el podio, por este orden: Holanda, Estados Unidos y el Reino Unido. En el lado opuesto, los que menos combaten la explotación son Corea del Norte, donde se calcula que el 4,3% de la población vive bajo condiciones de sometimiento, e Irán. También Eritrea, Guinea Ecuatorial, Hong Kong o la República Democrática del Congo. Los autores del estudio, sin embargo, consideran más sangrante que la esclavitud siga presente en lugares tan pudientes como Qatar, Singapur, Arabia Saudí, Japón o Kuwait.

Más allá de la fría estadística se esconden historias personales, tragedias que pueden ayudar a entender la situación por la que atraviesan las personas que son víctimas de la esclavitud.

En las rutas migratorias vuelven a ser las mujeres las que más sufren y padecen. Nada más abandonar su país natal, se convierten en una suerte de mercancía al servicio de la mafia. “Se sufre mucho porque para saldar la deuda debo ceder a la explotación sexual. Para entrar en Oujda [la primera ciudad marroquí tras cruzar Argelia] me obligaron a acostarme con un agente. Te exigen pagar y, si no lo haces, tienes que mantener relaciones sexuales”, cuenta Verónica Monique, víctima de este tipo de abusos. H