Extracto de “¡Que se van las vitaminas!” de Deborah García Bello (Paidós, 2018)

Selección a cargo de Michele Catanzaro

Desde que tengo uso de razón he desayunado todos los días de mi vida con un zumo. Cuando vivía con mis padres y mis abuelos, solía ser mi abuela la que se encargaba de hacerlo para todos. Hoy en día es Manu el que se encarga de exprimir las naranjas por la mañana mientras me deja remolonear en la cama unos minutos más. Cuando lo tiene todo listo vuelve al dormitorio para despertarme con achuchones que huelen a naranja. Todas mis mañanas comienzan así. Soy una chica con suerte.

Tomo zumo de naranja por tradición, porque lo he hecho siempre y porque me gusta. Cuando alguien te prepara cada mañana un zumo de naranja es porque quiere cuidar de ti. Mi abuela me lo hacía para que tomase vitaminas. Esto era muy importante para ella, especialmente conmigo.

En los primeros años de mi vida me diagnosticaron anorexia nerviosa. No quería comer, no sabía qué era sentir apetito. Obviamente no había razones estéticas en aquello, porque era demasiado pequeña como para preocuparme por eso. Pero el caso es que no me gustaba comer. Recuerdo que masticar y tragar me producía asco. Mi familia lo pasó mal, temían que no creciese, que me faltasen nutrientes, y cada día era un suplicio darme de comer. Era habitual que acabase vomitando. Probaron conmigo todo lo que el pediatra les aconsejaba. Desde dejarme sin comer hasta que pidiese comida —cosa que no funcionaba—, hasta darme un fármaco que me abriese el apetito —que tampoco funcionaba—. La única manera con la que conseguían que comiese algo era obligándome a hacerlo, es decir, dedicando mucho tiempo y siendo muy pacientes conmigo.

Recuerdo estar una mañana delante de un desayuno especial, de esos que mis padres solo nos dejaban tomar un par de veces al año, y aquello me parecía un suplicio. Estaba con mi hermano viendo en la tele la serie «Oliver y Benji». Él ya hacía rato que había terminado de desayunar. Y yo estaba todavía en la mesa, mirando unas palmeritas de chocolate y pensando: «Qué asco esto de tener que comer». No me gustaba nada. Ni las palmeritas de chocolate ni las frutas ni la tostada de pan.

Un día mi abuela nos acompañó a la consulta del pediatra. Le dijo: «¿Por qué no nos das unas vitaminas para la niña?». El médico se negó en redondo. Yo tenía que aprender a comer. Era mejor que comiese poco a alimentarme a base de suplementos y pastillas. Además, había algo esperanzador. No comía casi nada, pero al menos sí tomaba los zumos que mi abuela me preparaba cada mañana. A regañadientes, pero los tomaba. Creo que por eso se compró una licuadora, para que al menos tomase algo más que naranjas exprimidas antes de irme al colegio.

En mi casa nunca se compraban zumos. Siempre se hacían. Esos zumos industriales, me decían, son solo azúcar. Obviamente, mis padres y mis abuelos eran mucho más sabios que yo, así que no se me ocurría ponerlo en duda.

Hasta que un día vi un anuncio de zumos en la televisión en el que no solo te decían lo fuerte que te pondrías, lo mucho que crecerías y lo listo que serías. Hablaban de azúcar. Decían que su marca de zumos no lo llevaba. Además, decían que no era zumo concentrado, sino zumo cien por cien exprimido. Con esta información en la cabeza, cuando fui al supermercado me di una vuelta por la sección de zumos. Me llevé una grata sorpresa al descubrir que no solo esa marca no contenía azúcar añadido, sino que prácticamente ninguna lo llevaba. ¡Aquello de que los zumos industriales son solo azúcar era un mito! Los zumos industriales también se hacen exprimiendo fruta. Aun así, seguimos con la tradición de preparar el zumo en casa.

Mi anorexia nerviosa fue desapareciendo con los años. A los siete ya comía de forma totalmente normal. Incluso llegué a convertirme en una sibarita de la comida o en una maniática de las formas, según se mire. Aprendí a manejar los cubiertos que daba gusto verme. Era de las que pedían lenguado en los restaurantes en lugar de milanesa. Para goce de mi padre, era de las pocas niñas que pedían cuchillo y tenedor para comerse un sándwich. Y así hasta el día de hoy. Disfruto comiendo y disfruto de los rituales del buen comer. A veces tanto que mis padres bromean con que sigo tratando de recuperar el tiempo perdido.

El zumo casero de por las mañanas tiene ese algo de ritual, ese algo de tradición y ese algo de sentirse querido y cuidado.

Hace ya tiempo que descubrí que aquello que decían mis padres y mis abuelos de que el zumo industrial es todo azúcar era cierto. Yo estaba equivocada.

Era fácil estar equivocada. No es excusa, pero mi razonamiento tenía lógica. Era tan simple como leer la lista de ingredientes del zumo y comprobar que el azúcar no era uno de ellos. Pues resulta que, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó su famoso informe sobre el azúcar, fue muy tajante con los zumos. Todos, sin excepción, con azúcar añadido o sin él, caseros o industriales, se metabolizan como si estuviésemos bebiendo azúcar. Al principio fui bastante incrédula. No tiene sentido que te recomienden tomar fruta, toda la que quieras y, en cambio, recomienden no tomar zumo.

¿En qué cambia que yo me coma una naranja a que la tome exprimida? Si además yo me bebo el zumo con toda la pulpa. No me lo podía creer. Eso tenía que estar mal.

Comencé a leer los estudios en los que se basaba esa recomendación de la OMS buscando errores, a buscar estudios que me diesen la razón, que concluyesen que el zumo casero, con pulpa, era tan saludable como comerse una naranja. Buscaba confirmar mi sospecha.

Hacer esto de buscar pruebas que confirmen nuestras sospechas hasta tiene nombre. Se llama «falacia de evidencia incompleta» o cherry picking. Lo que viene a decir esta falacia es que cuando queremos confirmar algo que ya creemos que sabemos, sin querer tendemos a fijarnos en las pruebas que nos dan la razón. Desde quedarnos con evidencias anecdóticas hasta seleccionar los resultados a medida para que confirmen nuestra hipótesis. Ni siquiera lo hacemos con una intención perversa de manipular la información a nuestro favor, sino que lo hacemos de forma inconsciente. Tenemos unas ideas preconcebidas y tendemos a buscar aquello que las confirme. Porque si son nuestras ideas, seguro que es porque nos parece que son las que tienen más sentido.

Pues eso mismo hice yo. Me marqué un cherry picking de manual para poder tomarme el zumo de naranja cada mañana y que fuese saludable. Pero no hubo cherry picking que valiese. Los estudios más recientes no me daban la razón. No tenía por dónde pillarlos para salirme con la mía. Y lo cierto es que la ciencia tenía una explicación para aquello, así que poco podía hacer.

Resulta que cuando hacemos zumo y exprimimos las frutas, estamos retirando gran parte de su fibra. Esto hace que lo metabolicemos de forma diferente, tan diferente que el azúcar naturalmente presente en la fruta se convierte, a efectos prácticos, en azúcar libre. Es decir, nuestro organismo no distingue el azúcar de un zumo de naranja del de una bebida de color naranja con azúcar. Esto se ha medido. Y si se ha medido no hay vuelta de hoja.

No existen restricciones por parte de la OMS con respecto a la cantidad de frutas que podemos consumir. El azúcar que contienen sí es necesario para nuestra salud. En cambio, en cuanto exprimimos estos alimentos, ese azúcar deja de ser saludable. Por eso lo ideal es comer fruta, no beberla. Y en el caso de que queramos beberla, una opción saludable es tomarla como un batido, cogiendo la pieza de fruta entera y pasándola por la batidora. De esta manera no dejamos de consumir la fibra que contiene.

Hay otro factor que debemos tener en cuenta: la saciedad. Tranquilamente podemos tomarnos un zumo de naranja hecho con tres naranjas. El que me tomo yo cada mañana las lleva. En cambio, ese zumo no me sacia lo mismo que si me comiera esas tres naranjas. Probablemente ni siquiera fuese capaz de hacerlo sin empacharme cada vez que desayuno.

Las calorías que ingerimos bebiendo son las mismas que comiendo, masticando, pero no nos sacian de la misma manera. Por eso es tan importante tener en cuenta no solo lo que ingerimos, sino cómo lo ingerimos, nuestra conducta alimentaria.

Pero no hay que ponerse tremendista. Esto no significa que el zumo sea algo que obligatoriamente tendríamos que desterrar de la dieta. Lo que significa es que no debemos creer que tomar zumo es algo saludable, lo que es muy diferente. Tomar zumo es una forma de tomar azúcar libre, no en grandes cantidades, pero es azúcar libre igualmente. Es algo placentero, no saludable. Y que algo sea placentero a veces es la mejor razón de todas.

A pesar del azúcar, también nos aporta los beneficios de las vitaminas. El zumo no es el alimento más saludable del mundo, ahora lo sé. Y realmente eso es lo importante, saberlo, y con esa información hacer lo que te dé la gana.

Tras descubrir todo esto seguí tomando zumo cada mañana de mi vida. Para mí es mucho más importante lo rico que está, que sea para mí una tradición, algo que representa a quien me quiere y me cuida. Y no voy a dejar de tomarlo nunca. Sirva esto de declaración de intenciones para el resto de mitos que vas a encontrarte en el libro que tienes delante.

Ni loca pienso perderme el olor a naranjas de los achuchones que Manu me da cada mañana.