Los sistemas que acondicionan el aire para reducir la temperatura ambiental en verano no son inocentes fuentes de bienestar, sino estructuras complejas que obligan a los bronquios y a la laringe a una continua adaptación para que el flujo que finalmente llegue al interior de los pulmones no difiera en exceso de los 35 a 37 grados en que se mantiene el cuerpo humano cuando goza de buena salud.

La adaptación a ambientes que difieren en exceso de esa temperatura fisiológica -los 20 grados de un autobús medio vacío o los 21 de vehículos privados y grandes edificios de uso público, de supermercados a cines- puede no ser perfecta y propiciar una rinitis que cause un goteo nasal imparable, una faringitis que dure todo el verano, una contractura cervical o un resfriado inducido por alguno de los virus respiratorios ubicuos en el aire, advierte el neumólogo Xavier Muñoz, adscrito al Hospital del Vall d’Hebron de Barcelona. «Todo depende de la resistencia individual», añade. Aunque la tolerancia al cambio de temperatura es muy subjetiva, el aire refrigerado es, además, demasiado seco, y también exige que el cuerpo lo module.