Mientras el fuego devora el continente australiano, el avance de las llamas abrasa la salud mental de muchos testigos de la magnitud de los incendios y, en última instancia, de los efectos de la crisis climática. Ante las imágenes de la degradación ambiental del planeta, son muchos los espectadores que experimentan angustia, rabia, miedo, indignación y agotamiento. Los expertos sitúan este fenómeno bajo el epígrafe de ecoansiedad, un término que hace referencia al abanico de efectos psicológicos que genera el deterioro natural. «Se trata de sentimientos confusos y entrelazados que sirven de preámbulo para el despertar de una concienciación ecológica», explica Caroline Hickman, psicoterapeuta afiliada a la Climate Psychology Alliance.

La cada vez más alarmante información sobre el deshielo, la subida del nivel del mar y el azote de los fenómenos meteorológicos extremos desencadena indirectamente un espectro de emociones que pueden ir del malestar a la angustia existencial. En uno de los primeros estudios sobre la cuestión, la Asociación Americana de Psicología (APA) recuerda que, aunque la ecoansiedad no está reconocida como una afección, sus síntomas podrían traducirse en episodios cotidianos de inquietud, brotes de pánico repentino o en toma de decisiones drásticas para evitar conflictos morales internos. «El cambio climático amenaza la capacidad de procesar información y de decidir sin quedar incapacitado por respuestas emocionales extremas», relata.

«En un extremo podemos encontrar síntomas como el shock o el miedo, que a menudo pueden derivar en manifestaciones psicopatológicas como desórdenes del sueño (pesadillas o insomnio) o malestar físico, y en el otro extremo, hallamos síntomas menos severos como la melancolía y la inquietud», argumenta Panu Pihkala, de la Universidad de Helsinki.

Los expertos coinciden en señalar que el origen de la ecoansiedad está en la yuxtaposición entre la alarmante información sobre el deterioro de los recursos naturales y la escasa reacción política y social. «Ante una situación inusual y amenazante se suele reaccionar psicológicamente luchando o huyendo. El problema es que en la crisis climática no puedes hacer ninguna de las dos cosas, así que la reacción de mucha gente es quedarse congelada», argumenta Hickman, quien en la última década ha investigado sobre los efectos psicológicos de la emergencia medioambiental desde la Universidad de Bath (Reino Unido). «No podemos culpar a alguien por sentirse asustado», argumenta. «Estamos ante un problema nuevo sobre el que no sabemos cómo reaccionar. No hay una sola cosa correcta que hacer. Pero es tan problemático alarmarse excesivamente como minimizar el problema y fingir que no existe».

Barbara Nicolau y Lea Kundicevic reconocen que han sufrido ecoansiedad. Ambas jóvenes explican que todo empezó cuando se encontraron con noticias sobre la crisis climática que, de una manera u otra, las interpelaban. Sus vidas entraron en una especie de bloqueo. «No podía concentrarme. Sentía que era incapaz de estar en contacto con la información sobre el tema porque me generaba más ansiedad», confiesa Nicolau. Kundicevic, quien admite que desde pequeña se ha sentido vinculada a la causa ecologista, explica que pasó por una etapa de negación. «Hubo un momento en el que me sentía tan abrumada que intentaba evitar todo lo que tuviera que ver con la crisis climática», indica. Este bloqueo se veía agravado por la sensación de que las personas de su entorno tampoco hacían nada.

Para Nicolau, la solución fue buscar ayuda psicológica. «En terapia aprendí que mi problema era que necesitaba verbalizar esta frustración», explica la joven. «Ahora es el momento de hablar claro y reclamar justicia climática», sostiene. Fue ahí cuando la angustia por el clima se convirtió en preámbulo del activismo.