El poder de un abrazo es balsámico, reconfortante, mágico. Y si quien recibe ese abrazo es un niño pequeño poco acostumbrado a las muestras de afecto --porque sus padres tienen prioridades más urgentes (el trabajo precario, el dinero para pagar las facturas básicas, la hipoteca, la comida)--, los efectos se multiplican. Esta es la razón por la que las maestras de las escuelas situadas en las barriadas más castigadas por la crisis son tan dadas a abrazar a sus alumnos.

La primera infancia, el periodo que va entre los cero y los seis años, «es clave, porque es cuando se adquiere el mayor número de conocimientos y habilidades, cuando se conforman las estructuras neuronales de una persona», reflexiona el sociólogo Jordi Collet, profesor en la Universitat de Vic (Barcelona).

El problema es cuando un niño crece en un entorno vulnerable. «¿Qué familia puede estar pendiente de los abrazos que le da a su hijo cuando sabe que, por ejemplo, le van a desahuciar y echar de casa en un plazo breve?», cuestiona el especialista en educación. En los últimos años, no es extraño encontrarse, en esas guarderías de alta complejidad socioeconómica, con pequeños con retrasos motrices y del lenguaje, que presentan problemas de infraestimulación y que, por tanto, empiezan con desventaja su recorrido por la vida.

Que un chaval deje los estudios sin terminar, o que prefiera quedarse con el título básico pelado (el abandono temprano), no es algo que ocurra de un día para otro. «En un hogar con un déficit de capital económico muchas veces habrá también déficit de capital educativo o cultural. Son hogares con padres menos capaces de estimular las capacidades de los niños en edades tempranas, de reconocer los talentos de los niños y cultivarlos», asegura Pau Marí-Klose, profesor de Sociología de la Universidad de Zaragoza en una entrevista publicada en El diario de la educación. «Cuando los niños desfavorecidos llegan a la educación obligatoria --agrega--, lo hacen con desventajas que les impiden progresar en la misma medida que sus compañeros».

Y se convierten en carne de cañón para el fracaso escolar. «A los 15 años, en España ha repetido un 53% de los estudiantes del segmento más desfavorecido de la población, mientras que solo lo ha hecho un 8% de los hijos de familias acomodadas», afirma Marí-Klose. El porcentaje de alumnos en riesgo de fracaso escolar, aseguran analistas del Informe PISA, es casi seis veces superior entre los chicos con nivel socioeconómico bajo que entre los estudiantes pertenecientes a familias más acomodadas.

Eso significa, según puso de manifiesto recientemente un estudio de la fundación Jaume Bofill, «que el sistema educativo en España no logra neutralizar las diferencias sociales durante el proceso educativo y distribuir los resultados con independencia del origen familiar».

LA POBREZA en la consulta // El factor socioeconómico pasa factura médica. Las personas con menos ingresos acuden cuatro veces más al médico de cabecera, presentan más riesgo de ciertas enfermedades, desde mentales a cardiovasculares o tienen mayor tasa de suicidio. Incluso acortan su esperanza de vida. Una desigualdad en salud que existe desde siempre, pero que ha visto ahondada la brecha desde la crisis, y que se ha convertido, según algunos científicos, en la principal «enfermedad» del siglo XXI.

En el caso de España, no se trata de desigualdad en el acceso a la salud, sino más bien que «los problemas sociales se derivan a problemas médicos», explica Ildefonso Hernández, de la Sociedad Española de Salud Pública (Sespas). A menos ingresos se corresponde peor calidad de vida: alimentación más deficitaria, sedentarismo, dificultad para acceder a determinados tratamientos (especialmente dentistas o fisioterapeutas), y sobre todo problemas de depresión y ansiedad.

La salud mental fue la primera en evidenciar los efectos de la crisis, destaca Hernández. Y es que muchas veces, tras un dolor muscular o un ataque de ansiedad subyace un problema familiar o de inseguridad laboral «que no se soluciona solo con pastillas». De hecho, las personas con menos ingresos acuden seis veces al año al médico de cabecera, mientras que aquellos con más recursos lo hacen solo dos, según el estudio Determinantes sociales de la salud del Centro de Estudios Andaluces del 2017.

Hernández atribuye también esa frecuentación a una menor cultura sanitaria, muy vinculada al nivel educativo. Les cuesta concebir que la forma de vida sea causa de sus enfermedades. «No tienen conciencia de que zamparse dos bolsas de patatas fritas sentados en un sofá, sin actividad física alguna, condiciona su salud». Los efectos son claros. La población con menos recursos se medica más, y es más propensa a dolencias cardiovasculares porque se cuida menos.