Mito, leyenda e icono del imaginario español. En todo eso se convirtieron con el paso de los años los toros de Victorino Martín Andrés, ese «paleto» que hace más de medio siglo comenzó, casi de la nada, a dar forma a la que es una de las más famosas ganaderías de bravo de la historia: los victorinos.

El ganadero falleció ayer a los 88 años tras no superar un «accidente cerebrovascular» que sufrió el pasado domingo en su finca Monteviejo, en Moraleja (Cáceres), informó la familia.

Desde su natal Galapagar (Madrid), este astuto carnicero y hombre de campo, superviviente y huérfano de los años duros de la posguerra, llegó a obsesionarse por satisfacer la gran pasión de su vida: la crianza de toros de casta. Con paciencia de tratante fue como, a principios de los sesenta, encontró por fin su gran oportunidad al adquirir, en sucesivas compras, la vacada que los varios herederos de Juliana Escudero estaban dejando caer en el abandono, pese a su excelente pedigrí.

Martín comenzó a cumplir un sueño que le iba a llevar hasta lo más alto de la crianza del bravo.

Claro que para lograrlo contó el nuevo ganadero con la inmejorable base genética de una ganadería entroncada en la más pura línea de la refinada sangre albaserrada, a la que solo faltaba volver a poner en orden y cuidado, como él se ocupó de hacer.

REVUELOS MEDIÁTICOS // Usando la plaza de Las Ventas como base de lanzamiento, y como idóneos publicistas y aliados a los críticos regeneracionistas que denunciaban los abusos taurinos de la década de los sesenta, el inteligente «paleto» fue obteniendo los sucesivos éxitos que avalaban sus revuelos mediáticos y su paulatina entronización como ganadero singular. Sin pelos en la lengua, con la ruda pero contundente sinceridad que le proporcionaba la confianza total en el juego de sus toros, Martín acabó definiéndose como un personaje de gran popularidad, y no solo entre los aficionados a la tauromaquia.

Tanto es así que su fama y la de sus toros ha llegado a trascender hasta el habla popular de los españoles, pues las expresiones y comparaciones con referencia a «victorinos» son ya tantas o más que las referentes a los «miuras», la otra gran y antigua leyenda, aunque de sino más trágico, de la ganadería de lidia.

El diente de oro de Victorino Martín Andrés, que, como el de Pedro Navaja, brillaba al extender su socarrona sonrisa, y ese aparatoso sello con los colores de su divisa que mostraba al sujetar entre los dedos sus perennes habanos fueron las inequívocas señas de identidad de un hombre que el pueblo llano identificó enseguida como uno de los suyos.

Y, alejado radicalmente del concepto típico del ganadero, visto casi como un señor feudal, «el sabio de Galapagar» --como se le conocía-- conjugó perfectamente esa actitud populista con los cada vez más espectaculares resultados de unos toros que, cumpliendo el tópico taurino, se parecían a quien los criaba: bravos y encastados, para bien o para mal.