La escena en el aparcamiento de un supermercado de la isla de Lesbos podría asimilarse a la de cualquier ciudad europea un viernes por la tarde. Familias haciendo cola para entrar, pequeños que corretean mientras sus padres esperan pacientes la fila con el carrito, las mascarillas que protegen del coronavirus Pero la realidad es que las familias que han acudido al supermercado son familias refugiadas que, con una cantidad económica mínima, tienen que comprar los alimentos necesarios para sobrevivir dentro del nuevo campo de refugiados que ha sido levantado por las autoridades griegas después del incendio que destruyó el asentamiento de Moria.

En una esquina del aparcamiento se encuentra Reijanah, una niña de 10 años que huyó con su familia hace dos años desde su país de origen, Afganistán. Se acerca a explicar que tiene mucha sed, porque ya son muchas las horas que está pasando al sol con su hermana pequeña y con su padre. Como las niñas de su edad, lleva pulseritas de colores en una de sus manos y una camiseta con un dibujo infantil. Su relato empieza como el de cualquier pequeña, “mi comida favorita son los espaguetis y el arroz”, pero se rompe cuando recuerda a sus amigas en Afganistán, muchas de ellas ya con una vida asentada en países de Europa como Alemania. “¿Por qué tengo que estar en este campo? ¿Por qué?”, se pregunta, indignada, y es difícil darle respuesta. Un campo para personas refugiadas como el ya destruido de Moria no se debe repetir, ni sus condiciones inhumanas. Save the Children trabaja haciendo incidencia para que el Gobierno español lidere el cambio de las políticas migratorias europeas y también pide al ejecutivo central que atienda las muestras de compromiso por parte de algunas comunidades autónomas que ponen a disposición plazas para las personas refugiadas de Lesbos. Además, la organización tiene en marcha una petición de firmas para sumar el apoyo ciudadano a sus propuestas.

Este domingo se celebra el Día Internacional de la Niña, con todavía muchas asignaturas pendientes. Las niñas refugiadas como Rihanna sueñan con estudiar, pero su futuro queda marcado la mayoría de las veces por la pobreza de sus familias y la falta de recursos y de atención que reciben por parte de las administraciones.

Zahara tiene 13 años y le gusta llevar una gorra de béisbol sobre el velo que cubre su cabeza. Los recuerdos de cómo vivió el incendio de Moria vuelven recurrentes como una pesadilla. “Mi jaima, mis libros, mis lápices… todo se quemó”, recuerda esta niña entre lágrimas. Ella vive ahora con su madre y sus hermanos en el nuevo campo de refugiados de Lesbos, durmiendo a la intemperie y con los fuertes vientos que azotan al borde del mar Egeo. Su relato y el de otras muchas niñas y niños es terrorífico: serpientes, ratas que se comen los alimentos, falta de retretes… Y sin posibilidad de ir a la escuela.

A Reijanah y a Zahara les encantaría seguir estudiando. Pero lo cierto es que, en cuestión de educación, las niñas refugiadas se llevan la peor parte. Un reciente estudio de Naciones Unidas señala que la mitad de todas las niñas refugiadas que cursan secundaria no han reanudado sus estudios en este comienzo del curso escolar. Muchas familias refugiadas, además, se ven abocadas a convenir el matrimonio forzoso de sus hijas, muchas veces con hombres mayores, al no poder mantenerlas en el hogar por motivos económicos. Las estimaciones que hacemos desde Save the Children son pesimistas: en este 2020, 12 millones de niñas habrán sido obligadas a casarse, muchas de ellas con hombres de edad avanzada.

Por eso, en este Día de la Niña, queda mucho por reivindicar. Para que los sueños de Reijanah y Zahara terminen con libros y cuadernos en un pupitre, no sepultados por la pobreza y la falta de oportunidades.