Miles de hectáreas de selva se pierden cada año en Borneo, Sumatra y Nueva Guinea, entre otras zonas, para dejar paso a plantaciones de Elaeis guineensis, una palmera africana y rápido crecimiento cuyos dátiles son muy ricos en aceite. Hasta hace 30 años, la palma era esencialmente un producto de subsistencia del que dependían muchas poblaciones, pero los países occidentales han disparado la demanda y ello modificado el medio.

Lo más efectivo para reconvertir el terreno es crear grandes incendios que abren el paso a los buldóceres. Indonesia y Malasia, los principales productores de aceite de palma del mundo, se cuentan entre los países más afectados por la deforestación. En muchos casos, el crecimiento se ha acelerado y lo que antes eran bosques primarios habitados por especies emblemáticas como el orangután y el tigre ahora son extensiones monocromas gestionadas por grandes empresas fabricantes.

«Nosotros no queremos estigmatizar el producto», insiste Miguel Ángel Soto, especialista en bosques de Greenpeace. Eso sí, «hay que garantizar que la producción de aceite de palma se realiza sin deforestar nuevos territorios», añade.

El Parlamento Europeo aprobó el martes un informe que identifica el aceite de palma como una de las principales causas de deforestación y aboga por eliminarlo de los biocarburantes en el 2020.