Quizá no fue un actor enorme, aunque funcionaba muy bien en la comedia y el cine de acción. Pero el estadounidense Burt Reynolds, fallecido ayer a los 82 años, al parecer de un paro cardíaco, supuso un punto y aparte en la masculinidad característica de Hollywood, un actor cuyo atractivo y sex appeal, bigote incluido, no tenía nada que ver con el de los galanes clásicos y con los rostros más serenos e intelectualizados, de erotismo más introvertido, que le habían precedido, los de Paul Newman, Steve McQueen o Warren Beatty.

Reynolds, nacido en 1936 en Lansing (Michigan), debutó en el cine a mediados de los 60 tras haber aparecido en papeles secundarios en las series televisivas más relevantes. Nada hacía presagiar que se convertiría en un nombre tan popular, de trayectoria en zigzag: muchas películas del montón y, de vez en cuando, una presencia contundente.

Fue fecundo en relatos policíacos de contundencia y violencia. Es la época de El rompehuesos (1974) de Robert Aldrich, drama carcelario con partido de fútbol americano entre prisioneros y guardias. Pese a esa imagen de macho man, Reynolds mereció mayores simpatías críticas. Está excelente en Defensa (1972) de John Boorman. La comedia con elementos de acción --Los caraduras (1977) o Los locos del Cannonball (1981)-- le dio de vivir. Maduró bien y envejeció con dignidad: nunca estuvo mejor que como productor de cine porno en Boogie nights (1997), su única nominación al Oscar. Tarantino le había escogido para su próximo filme, Once upon a time in Hollywood.