De entrada, para abrir boca, y nunca tan bien dicho, un par de datos. El primero es que en todo el mundo hay menos de 100 tragasables. O sea, que como mínimo la mitad de los países del mundo carecen de tal excentricidad. Vocaciones seguro que hay muchas más, pero esta rama extrema del mundo del faquirismo requiere de dos a 10 años de paciente entrenamiento para lograr que la punta de la espada, tras haber dejado atrás los dos esfínteres esofágicos, el superior y el inferior, penetre sin tropiezos en el estómago y se obtenga así el aplauso del público. Qué fácil es decirlo. Qué difícil es, en cambio, controlar los actos reflejos corporales, el ¡puaj!, y lograrlo.

GREMIO MINORITARIO // Por resumir el primer dato, hay menos faquires en el mundo que astronautas (550) o personas que han hollado la cima del Everest (2.249). Para el segundo dato, antes de presentar a quien es el único tragasables de España, Murray Molloy, conviene un punto y aparte, ni que sea para contener la respiración.

Estadísticas en mano, desde finales del siglo XIX muere un tragasables cada lustro, una cifra proporcionalmente terrible visto cuán pocos son quienes consuman tal proeza. Entre los primeros de la serie documentada destaca un malabarista que el 20 de diciembre de 1883 volvió la cabeza para corresponder al aplauso del público y con la torsión se partió la hoja. Casi 28 centímetros de acero entraron fatalmente en el estómago. Murió tras ocho días de agonía.

ÚNICO EN ESPAÑA // La cuestión es que Murray, aunque irlandés, es el único tragasables residente en España, actualmente en Murcia, aunque vivió dos años en Barcelona. Había entonces otro tragasables en España, un fakir desde la más tierna infancia, Jorge Eduardo de Barros, Barjot sobre los escenarios, que se inició en la profesión a los 11 años y a los 15 ya engullía espadas, un caso de precocidad inusual, pero actualmente reside en Uruguay. Así que Murray está solo hasta que emerja otra estrella, un posibilidad que actualmente tantea Testa, un fakir barcelonés que el pasado 28 de abril logró lo que a menudo no suele ser más que una argucia publicitaria: propició que se desmayara un espectador al contemplar una de sus habilidades.

Solo queda decir fin, pero una posdata es casi obligada: un par de consejos de parte del excéntrico Murray. El primero es previsible. No lo intenten. El segundo, por si se desoye el primero, es muy práctico. Conviene engullir la espada después de un copioso almuerzo. El estómago pesa y se desplaza unos centímetros hacia abajo. El camino hacia el aplauso del público es más recto.