Si no fuera una catástrofe sería fascinante. El tren termina en un terraplén que le salva de las mareas y al descender los escalones de la estación el visitante recién llegado a Venecia se queda pasmado. No solo los canales, sino también las calles están desbordadas de agua que refleja las mil luces de la ciudad y el puente de Calatrava que parece salido de un cuento de hadas. «Hemos destruido Venecia», dice Luigi Brugnaro, alcalde de la ciudad, horas antes de que hoy se produzca una nueva marea, la temida acqua alta, de 1,60 metros.

«Venecia te entra lentamente por las orejas», escribía Josep Pla cien años atrás, en referencia al silencio que ya no hay en las ciudades modernas. La Venecia de hoy entra por los ojos y la mirada. Solo después por los oídos. La piscina en la que se ha convertido la plaza de San Marco deja sin palabras. Las 60 barcas que, desamarradas por las olas, viajan solas por los canales son magia feliniana. Las personas caminan despacio, o quizás a tientas, en una imagen de otras épocas. El sueño se vuelve pesadilla en segundos.

CON BOTAS HASTA LA INGLE / «Cerrado por causa del Mose», afirma el primer letrero de una tienda cerrada. Más allá, un quiosco entero yace dentro del canal. Dos vaporetos se han empotrado literalmente en los edificios. «La basílica de San Marcos apremia al mundo. ¡Tenemos que defender nuestra vida!», dice amargamente Carlo, un pescador de la islita de Pellestrina, situada como una barrera de protección de Venecia.

Si no han tenido que cerrar, los dueños de bares y restaurantes llevan botas de pescador hasta la ingle. En los hoteles, reciben al visitante en traje y con botas de agua y lo primero que hacen es indicar hasta donde llegó la marea de 1,87 metros del martes y la de 1,54 del viernes y de ayer.

Pasado el primer encanto y las palabras oídas en la noche, llega el día y con él la «disolución podrida» de la que escribió Thomas Mann o la «decadente tristeza» de Ruskin y Harry James. Se esfumaron las refinadas descripciones de Proust y todo se parece a los desbarajustes de Pirandello.

El nivel del agua vació los bolsillos de la señora Carla, llevándose su cajero automático. El comerciante de la tienda de al lado le presta dinero. Las escuelas están cerradas y por watsap unas madres improvisan un jardin de infancia regido por turnos: «Tú los guardas y nosotras vamos al trabajo, después volvemos y tú vas a la compra». Y así. Con la solidaridad y sentido de la justicia de Antonio, el mercader de Shakespeare. El horno regala panes y la zapatería, zapatos nuevos enlodados. Hay librerías que venden género por la voluntad.

En una calle camina el Patriarca de la ciudad, Francesco Moraglia, con sotana y botas altas. «Pensemos en las mujeres y hombres de Venecia que ya no pueden más, solo así después podremos dar un sentido a la salvación del patrimonio artístico», suelta. Administra 120 iglesias, la mitad de ellas sumergidas. La emergencia es total y las autoridades ya cifran las pérdidas en mil millones.

¿QUÉ PASÓ CON EL MOSE? / «¿Por qué no accionaron el Mose?», gritan más que preguntarse casi todos. El Mose, acrónimo que surge de la denominación completa en italiano (Modulo Sperimentale Elettromeccanico), no es el Moisés de la Biblia en el Mar Rojo, sino un artilugio de diques y compuertas, situadas en las bocas por donde el mar entra en la laguna. Este sistema, ingeniado en los años 80 y nacido en el 2003, permanece incompleto. Los dos interventores que lo administran no se atrevieron a apretar el botón. Nadie se lo dijo. Además de no estar terminado, no ha sido nunca experimentado. Lleva cinco años bajo el mar, corroído por procesos judiciales por corruptelas.