Parece una humorada del destino, pero no debe ser casual que el mismo año en que el Nobel de Literatura sufre un severo descalabro en su prestigio, fallezca Philip Roth, considerado uno de los gigantes de la literatura universal, un titán ya sin premio. El autor de Pastoral americana, una de sus muchas obras maestras, murió ayer a los 85 años en un hospital de Manhattan, en Nueva York, a causa de una insuficiencia cardiaca. Es como si el viejo león dijera calladamente con su desaparición que el Gran Premio de la Literatura Universal puede tener sus fisuras (que las tiene) pero lo que sigue siendo incontestable es su figura central y clave en la literatura norteamericana.

Roth nació en 1933 en Newark, reducto judío (allí también nació Paul Auster), escenario de tantas de sus novelas, y fue el hermano menor de los dos hijos de los emigrantes de Herman y Bess Roth, que habían llegado a Estados Unidos desde la Galitzia europea, una zona repartida entre Polonia y Ucrania. Para describir la importancia de Roth hay que echar mano de adjetivos como titánico, inmenso e incluso, prodigioso. Empezó a escribir bajo la influencia de Saul Bellow, maestro reconocido, quizá con la intención de quitarle el cetro de mejor escritor judío. De hecho, los temas de Bellow y de Roth --el ocaso del macho, la neurosis, la mirada picaresca, el miedo a las mujeres, o la crítica a la identidad judía-- no son tan distintos.

Roth se convirtió en el 2012 en Príncipe de Asturias de las Letras pese a no acudir a Oviedo por razones médicas a recoger un galardón que agradeció celebrando haber sido capaz de hacerse entender en un país ajeno al Estados Unidos que retrató.

El jurado reconoció en Roth su compleja visión de la realidad contemporánea que se debate entre razón y sentimientos «como el signo de los tiempos y el desasosiego del presente» dentro de la tradición de la gran novelística estadounidense de Dos Passos, Fitzgerald, Hemingway, Faulkner, Bellow o Malamud.