Son las tres y media de la tarde del jueves, 19 de marzo, quinto día de confinamiento desde que el Gobierno decretara el estado de alarma. Una joven nerviosa ha llegado sola a la puerta de la comisaría más cercana a su casa, en el centro de Madrid. El día está nublado y la calle, desierta; durante el trayecto apenas se ha cruzado con un par de vehículos. El policía que custodia la puerta lleva mascarilla y guantes y, al verla acercarse, le pide que mantenga la distancia de seguridad. Le advierte de que tiene orden de impedir la entrada, salvo casos de gravedad. «Mi pareja me ha agredido, vengo a denunciarlo». El policía le dice: «Pasa». Le indica el camino y le pregunta: «¿Te ha pegado?». La joven asiente.

«No había nadie, me metieron en una oficina y la primera pregunta del agente me tranquilizó. Me dijo: ¿vives con tu agresor? Si es así te facilitamos de inmediato un domicilio para que te vayas», explica esta mujer. No fue necesario. Ella vive sola, aunque su novio ha estado en su piso muchas veces. Ambos son jóvenes, tienen buenos trabajos y formación universitaria. Decidió contar su caso para «que otras mujeres sepan que pueden denunciar y que las instituciones siguen funcionando pese al coronavirus».

En los días posteriores y tras escuchar su declaración, la jueza le concedió una orden de alejamiento. Su maltratador, que no puede estar a menos de 500 metros de ella, fue localizado y detenido. La víctima asegura que «ha merecido la pena denunciar». La joven pasa su confinamiento en un lugar seguro. El 23 de marzo, su móvil volvió a sonar. «Era la Policía, preguntándome qué tal estaba. Las primeras semanas después de denunciar son las de mayor riesgo, me explicaron, así que me llamarán para saber si ha quebrantado la orden».