Al referir el óbito de Rafael Lloret Teruel, pienso que se marcha mucho de mí mismo y que han muerto en mi vida muchos momentos maravillosos que viví a su vera. Al lado de un hombre inteligente, cabal, conciliador, entrañable, honrado, noble, afectivo, bondadoso, forjador junto con su esposa Virginia Porcar de una familia envidiable (y Dios sabe que no tengo queja de la mía) que estuvo vinculada no solo en el terreno sentimental y afectivo, sino en las actividades comunes de las aficiones compartidas, singularmente las de la cultura y el teatro. Tendré que hablar de esta actividad que fue parte substancial de la vida de Rafael, como la de la docencia, pero eso vendrá más tarde. Ahora, en principio, es el momento de hablar de su hombría de bien, de su desprendimiento, de su carácter abierto, de su simpatía y de su entrega a todos a quienes tenía a su alrededor. De Rafael Lloret se puede decir sin caer en el eufemismo, que no tenía enemigos, porque su concepción de la existencia solo le hacía pensar en la parte buena y positiva de la vida y de las personas. Su ferviente religiosidad le hizo vivir sus setenta y un años con una permanente acción de apostolado espléndida y generosa. Su afán de ayuda uniendo el desprendimiento de su mano abierta con la fascinación de su afabilidad y su sonrisa, solo podía ponerse en paralelo con la propia conducta que ofrecía a amigos y desconocidos a diario, con su ejemplar comportamiento personal. Encontrarse con él en cualquier lugar siempre era motivo de alegría y ello era igual para sus amigos, que eran incontables, como para las personas desconocidas con las que trató de vincularse, de inmediato y más al conocer que pudieran ser víctimas algún infortunio.

Hombre culto, estudioso, por igual se interesó por la historia y tradiciones de su pueblo, que por cualquiera de las áreas del conocimiento, como bien pueden señalarlo aquellos que fueron sus discípulos o los que nos honramos compartiendo su diálogo siempre enriquecedor y oportuno en el criterio. Castellonero de convicción y firme creencia, no hubo actividad, festiva, cultural, urbana, social, incluso deportiva, en la que no colaborara con desprendido y abnegado interés. Polifacético en todas las áreas igual escribió innumerables artículos, que pronunció conferencias, que fue activo dinamizador de fiestas populares u organizador de encuentros, tertulias, revistas habladas, exposiciones… de toda índole. Él sabía reclamar la ayuda a todos quienes podíamos prestársela, porque era el primero en responder cuando alguno de sus allegados le solicitábamos cualquier favor. Pocas personas he conocido que me hubiesen hecho sentir más hondo el sentimiento de la amistad. Nos conocíamos desde los cinco años cuando coincidimos en la clase de párvulos de Doña Rosario Jarque en la escuela de Herrero. La relación, cordial, afectuosa, entregada, nunca se rompió, antes bien siempre creció intensa y más cariñosa, a medida que pasaban los años.

He dejado para el final la referencia al teatro, afición en la que implicó a toda su familia, desde su esposa a la más joven de sus hijas. Sería interminable narrar las obras a las que se enfrentó, desde las de más enorme envergadura (zarzuela y ópera incluidas) hasta el sainete costumbrista, que elevó a la categoría de significativo paradigma local, como bien se demuestra en el popularísimo Betlem de la Pigà que engrandeció tras recibir la dirección de las manos de su cuñado Toni Porcar que fue su creador. Todo lo que hiciera olor a maquillaje le fascinaba: desde escribir sus propios textos para representar, como el ambicioso retablo de la Troballa de Lledó (uno entre tantos significativos ejemplos), hasta cargarse utilería o decorados o ropajes a la espalda y por supuesto actuar, dirigir, o incluso, combinar ambos menesteres en una demostración de unas facultades y una entrega, nada comunes, que le llevaron a enfrentarse con las producciones más ambiciosas de la historia del arte escénico. Por igual la pasión de su ser se desbordaba al actuar que en la exigencia directorial, o en los montajes. Era una fuerza de la naturaleza, volcada sobre las tablas.

Sin duda la obra más grandiosa que resume su faceta de director, actor y autor fue la escenificación de la pasión y muerte de Jesús en su entrañable Borriol, donde ejerció siempre como maestro de escuela y donde era querido hasta la reverencia, Nueva Jerusalén logró convertir a la localidad castellonense en la ciudad de David, en la que se vivió el drama del Calvario. Fue su personalidad vinculadora y su carisma, los que consiguieron aglutinar a todo el paisanaje para que, de un modo u otro, se interesase y se integrase en la producción: desde quienes confeccionaron escenarios, atuendos, pelucas, atrezzos, megafonías, iluminaciones… hasta los que representaban los papeles más destacados, comenzando por el más importante, el de Jesús, que asumió con mística unción él mismo, hasta el del evangélico hombre del cántaro, cuya acción duraba cinco minutos y no pronunciaba una sola frase. Que más de 30.000 personas subieran cada Jueves Santo a Borriol a ver la vivencia sacra, era el mejor referente que puede hablar sobre la excepcional eficacia de su labor.

¡Cuantas obras podría citar que supieron de su energía contagiosa, de su vehemencia en el trabajo, de su voluntad inquebrantable, de su intuición y de su ilusionado y entusiasta afán! Ahí quedan para la memoria, para la historia del arte escénico de Castelló del que fue protagonista indiscutible.

Quiero cerrar este recuerdo emocionado, escrito a vuela pluma de su papel como enseñante. Lloret era esencialmente maestro, con toda la grandeza que tiene esa palabra. Lo era porque su principal ciencia, por encima de su mucho saber, era la propia dignidad de su persona. Dice el aforismo que lo que el maestro es, es más importante que lo que enseña, y en él era una gran verdad. Siempre se ha significado que el profesor mediocre dice. El profesor bueno explica. El profesor superior demuestra. El profesor excelente inspira. Rafael era inspirador, tanto en el aula como en el escenario. En él se hacían verdad aquellas celebres palabras del sabio Pitágoras. «Educar no es dar una carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades de la vida». Sus amigos, sus discípulos eran, como la celebérrima novela de Van der Meersch: «Cuerpos y almas». La suya siempre, siempre vivirá entre nosotros.