Martin Luther King tuvo mucho más que un sueño. Tuvo la conciencia de que, tras la dura lucha para lograr que se convirtieran en ley el fin de la segregación y los derechos civiles y de voto, se abría una batalla aún más difícil: la que buscaba la igualdad verdadera. En los últimos tres años de su vida se volcó en esa otra contienda que hoy sigue abierta, la que exige al sistema no la mera decencia moral, sino un transformación estructural con coste económico. Abrió el foco y pasó de los derechos constitucionales a los humanos.

El activista puso en la diana los males de la sociedad capitalista: racismo, pobreza, militarismo, materialismo. Y fue cuando lo hizo, cuando el reverendo soñador e icono de la no violencia pidió tomar conciencia de que «los problemas de injusticia racial y económica no se pueden resolver sin una distribución radical del poder político y económico», cuando, como escribió James Baldwin, se hizo «suficientemente peligroso para que le dispararan».

Ese disparo llegó poco después de las seis de la tarde de un jueves, el 4 de abril de 1968, en Menfis, la ciudad donde King había acudido a apoyar la huelga de los 1.300 trabajadores negros de limpieza de la ciudad, discriminados laboralmente. Estaba en el balcón de la habitación 306 del Motel Lorraine en Menfis cuando una bala le alcanzó en el cuello. Una hora después, en el hospital Saint Joseph, se pronunciaba su muerte. Tenía 39 años.

En los libros de historia James Earl Ray aparece como el asesino, pero para muchos la versión oficial nunca ha sido satisfactoria. Y tampoco lo ha sido el retrato que, desde entonces, el establishment ha ido tratando de cincelar: el de un héroe reconocido con el Nobel de la Paz amable, idealista y suave. Es un retrato para muchos «esterilizado y convencional», interesadamente enfrentado al de otros líderes negros como Malcolm X o Stokely Carmichael, padre del Black Power. Y es un retrato incompleto que han denunciado quienes le conocieron y lucharon a su lado, como Joseph Lowery, otro de los padres de la Southern Christian Leadership Conference, que ya en el 25º aniversario del asesinato escribía: «Hemos puesto a Martin en una rotonda de adulación irrelevante y lo hemos alejado de la lucha por la justicia económica. En algún punto en el camino conseguimos resucitar al mensajero y enterrar el mensaje».

En este 50º aniversario ese mensaje, no obstante, revive. Y se encuentra mucho de profético en las palabras de los últimos años del King que en Chicago comprobó que el racismo en el norte podía ser incluso peor que en el sur y vio como en los actos de protesta en su contra empezaban a aparecer no ya capuchas del Klan, sino esvásticas, una imagen que el año pasado resucitaba en Charlottesville. Se hace imperioso recuperar al King que puso el foco en los retos que plantean la pobreza, la brutalidad policial, la necesidad de dar acceso a la vivienda accesible, a sueldos dignos y a la educación de calidad. Y conviene recordar al King al que la condena contundente de la guerra de Vietnam y del militarismo granjeó acusaciones de traición de los mismos que le habían aplaudido o acompañado en Selma o en el icónico discurso del sueño en agosto del año 1963.