Lo dijo George Orwell: contemplar a los adultos desde abajo, como hacen los niños, no supone reconocerles esa autoridad que damos por descontada. En realidad, los pequeños ven a sus mayores ajenos, grotescos, y en algún caso, monstruosos, y esto es algo que intuyó y supo plasmar muy bien el que quizá sea el más profundo creador de historias infantiles del siglo XX. Roald Dahl (1916- 1990) se situó siempre a la altura de los niños, sin condescendencias cursis, moralina de ningún tipo, asumiendo incluso que el aprendizaje de la vida que conlleva la infancia está sembrado de crueldad, aunque el tono en que lo explique sea ligero y juguetón, aparentemente inofensivo.

Cuando se cumplen, este martes, 100 años del nacimiento del autor no hay más que constatar en las librerías su buena salud literaria, gracias a un importante puñado de novedades y reediciones. Está claro que los niños lo adoran, pero en el mundo ordenado de los adultos -aquel que sostiene que los cuentos deben ser aleccionadores- no han dejado de sonar las alarmas frente a la vertiente más transgresora del autor. No es raro tratándose de alguien capaz de inventar una historia tan divertida e inquietante como 'La maravillosa medicina de Jorge', en la que el niño protagonista inventa una poción que acaba haciendo desaparecer a su refunfuñona abuela mientras la familia llega a la conclusión de que sin la 'buena' señora se vive mucho mejor. El resto de sus ficciones infantiles más conocidas transitan por ese tipo de terreno nada complaciente: 'Charlie y la fábrica de chocolate' (con niños insoportables que reciben su merecido ajuste de cuentas), 'Matilda'(esos odiosos padres cuya mejor acción es abandonar a una hija a la que desprecian), 'James y el melocotón gigante' (con unas tías que lo torturan psicológicamente y acaban muriendo aplastadas),'Las brujas' (que le valió fama de misógino), 'El gran gigante bonachón' (recientemente adaptada por Spielberg como ‘Mi amigo el gigante’, en la que el rapto de una niña es mostrado como algo positivo). En el fondo lo que hace Dahl es modernizar los viejos cuentos de hadas, crueldad implícita incluida, y ahí están esas pruebas a las que se enfrentan los héroes, reflejo simbólico de las dificultades de la vida.

INFANCIA INFELIZ

Hay indicios en la vida de Dahl, hijo de noruegos emigrados a Gales, que sirven a los biógrafos para comprender su subsuelo psicológico. Una de sus hermanas murió cuando él tenía tres años y un poco más tarde falleció su padre. De ahí que su madre, al frente de seis hijos, tomara una de esas desafortunadas decisiones dickensianas al matricularle en un estricto internado británico, donde llegó a recibir palizas y fue terriblemente infeliz. Es fácil reconocerlo en el terrorífico colegio de 'Matilda'. En su libro de memorias, 'Boy',relata que uno de los pocos recuerdos agradables de esa época, la cercanía de la fábrica de chocolates Cadbury que solía envíar sus productos a los chicos para que estos dieran su opinión.

No pensó en la escritura hasta que tuvo un accidente que a poco le cuesta la vida en Libia como piloto de la RAF durante la segunda guerra mundial. La historia de ese suceso acabaría convirtiéndose en su primer relato, 'Pan comido', que publicó en 'The Saturday Evening Post', ya acabada la contienda, mientras trabajaba como diplomático (y muy posiblemente miembro de la Inteligencia británica a instancias de su buen amigo Ian Fleming) en Washington. Estaba lejos entonces de pensar en la literatura infantil y en estos relatos adultos, no mal recibidos por el público pero desdeñados entonces por la crítica, pudo dar rienda suelta a un humor negro y malicioso, en ocasiones un punto sádico (hay que reconocerlo), que se convirtió en su sello distintivo.

Hoy dos de esas historias son particularmente recordadas gracias a Alfred Hitchcock. El mago del suspense incluyó en su serie televisiva 'Cordero asado', que incluía una contundente pierna de cordero, y 'Hombre del sur', en la que un hombre accede a que le corten el dedo meñique si no es capaz de encender diez veces su infalible mechero. Más tarde, Pedro Almodóvar recogería la idea de la primera en '¿Qué he hecho yo para merecer esto?' y Quentin Tarantino, la segunda en 'Four Rooms'.

PEREGRINACIÓN A BUCKINGHAMSHIRE

Se casó dos veces. Su primer matrimonio con la actriz Patricia Nealfue muy largo y provechoso (la pareja tuvo cinco hijos) pero estuvo cargado de desgracias: uno de sus hijos padeció hidrocefalia, otra de sus hijas murió de una encefalitis de resultas de un sarampión y la propia Neal sufrió una embolia que la paralizó durante el último de sus embarazos. La pareja no lo superó y Dahl puso proa a su Inglaterra natal para instalarse con su segunda esposa en su residencia de Buckinghamshire, cerca de Oxford, en la casa hoy convertida en Museo Roald Dahl y donde este mes de septiembre junto con su Gales natal se concentran la mayor parte de los actos oficiales de su centenario en Gran Bretaña. El santo grial de la peregrinación de los lectores de Dahl es la pequeña caseta en el jardín adyacente a la casa, donde el escritor instaló su despacho. En una destartalada butaca en la que apoyaba un no menos mugriento tablero fue donde el autor escribió la mayor parte de sus historias infantiles.

Aseguran que no era muy simpático, que en sus últimos años -aunque en sus escritos no se detectase- se le agrió el carácter por unos dolores de espalda continuos y se volvió un misántropo irredento. Acabó acostumbrándose a la idea de que sobre todas las cosas era un escritor infantil, tan bueno como para que los mayores puedan leerlo comprendiendo cosas a las que quizá no acceden los pequeños. También fue fiel a su pasado estableciendo que un 10% de sus ingresos fuera a parar a organizaciones benéficas relacionadas con la infancia en situación de riesgo. El Roald Dhal Charitable Trust es hoy una de las organizaciones de este tipo más potentes del Reino Unido.