Este lunes, cuando el mundo esté reunido en la Asamblea General de Naciones Unidas en Nueva York en una cumbre organizada por el Secretario General, António Guterres, para centrar la atención en la crisis climática y demandar acción y respuestas, Donald Trump estará también en la sede del organismo, pero no esa cita. Estados Unidos ha montado en el último momento una reunión sobre la persecución por motivos religiosos. El mandatario que rompió el compromiso del segundo país más contaminante con el Acuerdo de París (del que por motivos logísticos no puede salir oficialmente hasta el año que viene) y que este verano en la cumbre del G7 en Biarritz dejó vacía su silla en una discusión centrada en la reducción de emisiones y en la respuesta a los incendios en la Amazonía, ha vuelto a encontrar una alternativa. No sorprende. No debería.

Aunque en Francia Trump se definió como "medioambientalista" y no tuvo reparo en declarar que sabía "más del medioambiente que nadie", todas sus acciones desde que llegó a la Casa Blanca lo contradicen y lo retratan como un presidente contra natura. Es brutal el impulso a la desregulación que en menos de tres años ha dado un mandatario que llegó a decir que "el concepto de cambio climático fue creado por y para los chinos para hacer la manufactura estadounidense no competitiva". Y Trump ha puesto en la diana al menos 85 normas establecidas por sus predecesores, especialmente por Barack Obama, así como por autoridades estatales y locales.

Según un análisis de 'The New York Times' del recuento que mantienen centros especializados en clima y derecho medioambiental de las universidades de Harvard y Columbia, Trump ha eliminado 53 normas que regulaban desde emisiones hasta perforaciones, protección de especies o seguridad de agua, alimentos o aire. Está en proceso de desmantelar otras 32. Aunque en muchos casos le ha frenado definitiva o temporalmente la resistencia en los tribunales de organizaciones no gubernamentales y grupos de activistas así como de empresas y de autoridades locales, su Administración sigue adelante con un agresivo asalto que muestra tan claros intereses económicos y electoralistas como un desprecio absoluto a la ciencia y desdén por los probados costes en la salud pública.

LA FRONTERA CON MÉXICO

Esta misma semana, cuando arrancaba en Arizona la construcción de una parte del muro de la frontera con México que pone en peligro una reserva de la biosfera de la UNESCO, el mandatario visitaba (y autografiaba) otra parte del muro en California. Era también la semana en que intensificaba su enfrentamiento con el Estado, uno de los más progresistas y avanzados en legislación medioambiental, anunciando que le retirará la autoridad que logró en 1970 para establecer independientemente del gobierno federal sus propias (y más estrictas) regulaciones de emisiones, así como la potestad que les dio en el 2013 Obama para negociar con el sector del motor la fabricación de vehículos más eficientes y limpios.

Los fiscales generales de California y de otros 23 estados, incluyendo los 13 que siguen sus normativas, así como los de tres ciudades, presentaron el viernes una demanda contra la decisión de Washington, una batalla de profundas consecuencias que puede llegar hasta el Tribunal Supremo. Y aunque los fabricantes de automóviles también han mostrado su oposición a los planes de Trump, la Casa Blanca presiona e incluso ha amenazado a cuatro gigantes del motor con enjuiciarlos por supuestas violaciones de leyes antimonopolio.

Esa lucha puede ser la más determinante para el futuro dado que las emisiones de transporte son el mayor contribuyente al calentamiento global. No es, no obstante, la única. Y solo los últimos meses sirven de claro recordatorio de la intensificada cruzada de Trump contra el legado de Obama y en defensa de los intereses de la industria de combustibles fósiles y de otros sectores vitales para su reelección como el agrícola.

ADIÓS A LAS LEYES DE OBAMA

Tras haber desarticulado las normas sobre emisiones de carbón en plantas eléctricas del Plan de Plantas Limpias de Obama, en agosto la Administración anunció que relajará las regulaciones sobre emisiones de metano, un paso al que se oponen incluso algunos gigantes de la industria de petróleo y gas. Y en septiembre la Agencia de Protección Ambiental (EPA por sus siglas en inglés, dirigida por un antiguo lobista del carbón, Andrew Wheeler) anunció que retraerá la expansión del control que Obama dio a Washington sobre la calidad del agua, devolviendo a estándares de 1986 la supervisión federal de la contaminación de marismas, ríos y otros acuíferos.

También en septiembre el Departamento de Interior ha dictaminado que las perforaciones petroleras en Alaska no tendrán prácticamente impacto medioambiental, abriendo las puertas a la polémica extracción en zonas protegidas del Ártico. Y el mes pasado Trump también dio instrucciones de retirar en Alaska protecciones al Bosque Nacional Tongass, abriendo el mayor bosque templado del mundo a la industria maderera así como a empresas de extracciones, minería y obra de infraestructuras.

Todo habría sido imposible sin otras acciones de su propia Administración, como la que tomó en agosto para debilitar la Ley de Especies en Peligro de Extinción, facilitando sacar a especies de esa lista y reduciendo las protecciones de las que consideran "amenazadas".

Si Trump acaba siendo un presidente de un solo mandato puede que muchas de sus acciones y propuestas queden atrapadas en el limbo legal o cayendo en los tribunales, como sucedió con algunas de Obama que la actual Administración dejó de defender ante la Justicia. Pero sus intensificadas acciones, que incluyen también la eliminación de estándares de eficiencia en la bombillas o de límites en el uso de algunos pesticidas o de asbesto y la suspensión de inspecciones sorpresa en plantas químicas y eléctricas, ya han hecho efectiva una regresión real.