Veraneante procedente de Madrid al igual que el parricida de la Ribera de Cabanes, este vecino del edificio Costamar no se podía creer cómo Miguel --así se llamaba el padre que se suicidó-- había sido capaz de perpetrar un crimen así. Su plaza de aparcamiento en la urbanización está al lado de la del ya fallecido, una proximidad que, al repetirse cuando se encontraban verano, había hecho que mantuvieran una cierta relación. Cuando el domingo por la mañana, sobre las 7.00, salió a dar una vuelta con la bicicleta y se topó con el fuerte despliegue policial, no daba crédito de lo sucedido: «Jamás me podía imaginar una cosa así. Se dice mucho esto, pero la verdad es que era un chico estupendo y muy normal».

Su grado de estupor era aún mayor porque las hijas de este residente suelen jugar muy a menudo con la joven de 10 años que tuvo que ser ingresada tras ser apuñalada en el tórax. «Estoy hecho polvo. Espero que la niña pueda sobrevivir y estar con su madre. Cuando vi que la Guardia Civil se la llevaba (a la progenitora), se notaba que estaba en shock: se le veía ida, como si no fuera la cosa con ella», relata a Mediterráneo.

Preguntado por si había visto algo raro en la familia estos días, este vecino explica que sí que notaba diferente a Miguel respecto a otros años. «Este verano lo había visto un poco triste y cabizbajo, más apagado que de costumbre. Creo que había dejado su puesto de trabajo», dice.