Madrugada del 2 de enero de 1997. Cuatro hombres acceden al depósito de drogas confiscadas de València y se llevan, limpiamente, 107 kilos de cocaína y 50 litros de piperonal, un precursor de anfetaminas. Se lo llevan del interior de la cámara acorazada de Sanidad en el puerto de València. La osadía corrió a cargo de una de las mejores bandas de butroneros españoles, comandados por Ángel Suárez, alias Casper, en prisión por asaltos a narcotraficantes.

Fue el primer gran robo de droga decomisada y abrió la puerta a otros como el de diciembre del 2012, cuando unos encapuchados a bordo de dos todoterrenos sustrajeron más de una tonelada de hachís del depósito judicial de Huelva.

Dos meses antes, y solo tres días después de la mayor sustracción de droga confiscada (100 de hachís y casi 200 de cocaína) del depósito de Cádiz, un búnker conectado con la comisaría de policía al que accedieron con un butrón, el Estado dijo basta. Un acuerdo interministerial puso fin a la tradición de almacenar por los años de los años una sustancia muy golosa por su valor y absolutamente inútil para la administración, porque no puede ser ni vendida, ni rentabilizada.

Es ilegal y está abocada a la destrucción, así que ¿por qué demorar su eliminación? Ese 3 de octubre del 2012 se firmó el acuerdo por el que se aprobaba el protocolo necesario para agilizar la destrucción de los estupefacientes incautados por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado. El primer paso, instar a los jueces a destruir lo antes posible esas sustancias, una vez tomadas las muestras necesarias para garantizar el proceso judicial o administrativo. Hasta ese momento, los alijos permanecían incluso años en los escasos depósitos, convirtiéndose en reclamo de ladrones y traficantes, en ocasiones con la inestimable ayuda de algún policía.

Solo entre 2011 y 2012, hubo cuatro: además de los de Huelva, Cádiz y Málaga, hubo otro más en el puerto de València, cuando un grupo organizado se llevó más de cuatro toneladas de marihuana de un depósito sin seguridad. Era una simple nave que Aduanas utilizaba ocasionalmente para otros menesteres, pero la cantidad aprehendida a bordo de un contenedor un mes antes era tan grande que no cabía, ni triturada, en la cámara acorazada de Sanidad para esos menesteres.

Ese asalto era un anuncio del quebradero de cabeza que supone actualmente la destrucción de una droga especialmente voluminosa de la que hoy se incauta diez veces más cantidad que hace una década. Como muestra, un botón. De las más de 431 toneladas de droga destruidas por Sanidad en 2009, apenas 3,8 lo eran de marihuana intervenida un año antes. Un 0,88% del total. En 2017, fueron 34,5 toneladas de maría las que Sanidad incineró, un 3,8% del total de droga destruida ese año --tras el protocolo de 2012, todo lo decomisado se elimina en el mismo año de su aprehensión--.

Escalada de destrucciones

Otro dato: en 2018, fueron casi 600 las toneladas de droga destruidas por el Estado. Casi cuatro veces más que en 2005, cuando acabaron pasto de las llamas 177. El volumen de aprehensión de estupefacientes de España se ha multiplicado extraordinariamente gracias al buen hacer de la Policía Nacional, la Guardia Civil y de Aduanas. La guerra a la marihuana es una de las claves de ese gran crecimiento, pero también lo es la cocaína, intervenida hoy a toneladas por mar y tierra, y el hachís, centro de la lucha de Guardia Civil contra el narco del cannabis en el Campo de Gibraltar.

Pero, ¿qué ocurre con ese alijo de 1.000 kilos interceptado en una lancha, un contenedor o un camión? ¿Y con la bolsita de maría que un policía local le confisca a un consumidor cualquiera en una plaza cualquiera? Toda sustancia recorre el mismo tránsito. El agente levanta acta de aprehensión y da cuenta a un juzgado -o a la Delegación del Gobierno, si se queda en infracción administrativa-. Luego, se deposita en Sanidad, una vez tomadas las muestras para análisis y contraanálisis.

Cada poco tiempo, se organiza un envío a la mayor incineradora de droga de España, la de Cogersa, en Serín (Asturias), donde se quema entre el 70 y el 90% de la droga intervenida.

El estupefaciente se pesa cada vez: cuando se decomisa, cuando se entrega en Sanidad, cuando se carga en el camión y cuando se descarga en la planta de incineración. Es más, el camión vuelve a ser pesado al salir. Antes, un guardia civil y alguien de Sanidad observan a través de las cámaras la destrucción de la droga en un horno especial que puede devorar hasta una tonelada a la hora, salvo los aceitosos cannábicos (hachís y marihuana), que pueden tardar días. Y no es lo único que quema ese horno, así que la solución ya se ha quedado corta. Otra vez.