La joven abogada del Estado vallisoletana que fue contratada, hace ya años, por uno de los vicepresidentes de José María Aznar para un puesto técnico en la Moncloa, ya sabe qué es tener poder. Mucho poder en sus manos. Y que ha saboreado las mieles y las hieles que eso implica. Con los adversarios políticos, pero también con los correligionarios. En su cabeza repleta de lecciones de Derecho, tuvo que hacer hueco, obligada por las responsabilidades que adquirió en el 2011 (entre ellas, la supervisión política de Centro Nacional de Inteligencia, CNI) a numerosos secretos de los que quitan el sueño y a veces cortan la respiración. De esos de Estado.

De hecho los que más la conocen aseguran que los peores momentos o de mayor sufrimiento que ha pasado como número dos del presidente Mariano Rajoy tienen que ver, precisamente, con esta faceta. Bien por el seguimiento nocturno de algún intento de liberación de españoles secuestrados, en casa, encerrada en una habitación para no despertar a su familia, o bien por algún susto ligado a la seguridad del país, de los que son mejor olvidar cuando resultan fallidos o son abortados.

También le resultó un trago amargo, apuntan las mismas fuentes, ser uno de los objetivos de los escraches de la Plataforma Antidesahucios. Terminó denunciando el asunto en los juzgados, pero no prosperó. No han sido estos los únicos disgustos que se ha llevado en su etapa de vicepresidenta todopoderosa, puesto que su forma de controlar hasta el último detalle de cada norma o decreto que emanaba del Ejecutivo satisfacía a Rajoy y era entendido por su equipo u otros ministros de su cuerda (los sorayos), pero ha levantado más de una ampolla con otros miembros del consejo más celosos de la autonomía de sus parcelas.

A partir de ahora deberá ocuparse de otros los asuntos más sensibles que va a tener el Gobierno en minoría de Rajoy entre manos: las relaciones con Cataluña, justo cuando desde la Generalitat ha avisado de que habrá referéndum «sí o sí» en el 2017.

Pero Santamaría, como parece propio a cualquier político que llega tan alto en el escalafón, ha tenido asimismo sus satisfacciones en todo este periodo. Sigue disfrutando entre libros de derecho y discusiones propias de letrados de nivel. Le gusta participar en la gestación de las leyes o decisiones que acaban siendo relevantes en España y alterna los debates ministeriales con pinchos de tortilla y cañas con populares a los que considera amigos, como Fátima Báñez, José Luis Ayllón o Cristóbal Montoro. Los que la acompañaron en los complicados tiempos en que Rajoy, en la oposición y cuestionado en el PP, le encargó que se las viera con la portavocía en el Congreso. Su vida cambió radicalmente en otoño del 2011, cuando su jefe se salió con la suya y alcanzó la presidencia del Gobierno apenas unas horas después de que ella hubiera dado a luz a su hijo, Iván. Así fue como se convirtió en madre y vicepresidenta en cuestión de días. Dos retos de máxima relevancia en un mismo año. Desde entonces ha lidiado con un hijo que crece prácticamente al ritmo de su fulgurante carrera gubernamental y con los elogios propios y ajenos -Merkel se declaró admiradora suya-, con aciertos y con errores. Con señalamientos en los medios sobre sus discrepancias con colegas como José Manuel García-Margallo o su enorme distancia con la secretaria general del partido, Dolores de Cospedal, y con apariciones en quinielas sobre posibles sucesores de Rajoy, H