Merkel ha decidido rescatar el sur de Europa. Es lo que tiene la relación de los poderes centrales –y Alemania lo es– con sus protectorados: dinero sobre la mesa para sostener el consumo interno y evitar un mayor deterioro social y económico. Las protestas de Holanda y sus satélites –los países ahora apodados frugales – responden a prejuicios históricos y al tictac de sus respectivas agendas electorales. Al estilo de Margaret Thatcher , Mark Rutte consigue dinero a cambio de dinero; de modo que no regresa con las manos vacías a su país, sino con una suma que cree positiva. Por supuesto, hay mucho mercadeo en este intercambio de favores en que se ha convertido la Unión Europea y que recuerda los aspectos más disparatados de nuestro modelo autonómico. Llegarán las transferencias presupuestarias y los préstamos comunitarios a una España necesitada de liquidez a cambio de unas reformas que nadie conoce ni nadie –me temo– realmente desea; reformas que llevan esperándose dos o tres décadas y que están bien identificadas, pero que se han trabajado poco y sobre las cuales existe un creciente escepticismo. Los siglos se abrevian con la educación, afirmaba el escultor de Orio Jorge Oteiza . Aun así, los siglos –de retraso, se entiende– siguen siendo siglos.

Alemania nos exige reformas pero nos llevarán ajustes; quizás no de forma inmediata, aunque sí en unos pocos años: recortes en las pensiones y los salarios, en las políticas sociales y las infraestructuras, en la educación y la sanidad. Una de las sentencias de Benjamin Franklin rezaba más o menos así: un saco vacío no se tiene en pie. Del mismo modo, un país altamente endeudado, envejecido y sin tejido industrial difícilmente puede tomar el control de su destino. La austeridad será inevitable, ya sea por la vía de una mayor disciplina o por la de una degradación de las políticas. La primera vía marcaría el camino de recuperación –se gasta menos, pero se gasta mejor–, mientras que con la segunda seguiríamos por la senda actual: una sociedad atomizada y rota que planta semillas de rencor y desconfía de su futuro. Sin embargo, la austeridad llegará, como llegará la subida de impuestos y un empobrecimiento general; por lo menos al principio.

Y no se revertirá con facilidad, porque uno de los efectos perniciosos de la globalización ha sido convertir en páramo industrial un país que nunca había destacado por su tejido productivo. Se habla mucho ahora de la importancia de este tejido en la autonomía de las naciones, pero nos olvidamos de su claro carácter educativo sobre el alma de los pueblos. Los países industrializados no solo son más productivos, sino que cuentan con un capital humano superior, un sistema educativo mejor y más inversión en I+D. Sin industria y con los sectores tradicionales de la economía española en crisis (turismo, automoción, finanzas e inmobiliaria), el futuro de nuestro país pasa por un reset que va mucho más allá de mantener artificialmente el consumo interno. Se trata de un desafío de orden cultural y moral que tendremos que encarar con decisión, sin falsas soluciones ni promesas engañosas. H