En Canto yo y la montaña baila toman la palabra mujeres y hombres, fantasmas y mujeres de agua, nubes y setas, perros y corzos que habitan entre Camprodon y Prats de Molló. Una zona de alta montaña y fronteriza que, más allá de la leyenda, guarda la memoria de siglos de lucha por la supervivencia, de persecuciones guiadas por la ignorancia y el fanatismo, de guerras fratricidas, pero que encarna también una belleza a la que no necesita demasiados adjetivos. Un terreno fértil para soltar la imaginación y el pensamiento, las ganas de hablar y de contar historias. Un sitio, quizá, para empezar de nuevo; un sitio para una cierta redención.