La decisión del presidente de EEUU de suprimir de un plumazo la tributación de los dividendos tiene un valor simbólico que trasciende su virtud como instrumento fiscal aplicado a la reactivación económica. La decisión de George Bush rompe una convención histórica de equilibrio moral entre la tributación del trabajo y la del capital. Hace tiempo que las rentas del capital evaden legalmente toda tributación por medio de empresas instrumentales o refugiándose en paraísos fiscales, mientras que se mantiene con firmeza el impuesto sobre las nóminas. Ahora Bush abre un precedente doctrinal, una bandera que será enarbolada por otros gobiernos de confesión liberal para romper "sin complejos" los ultimos escrúpulos de equidad fiscal.

Sería demagógico, sin embargo, un enfoque reduccionista de las rentas del capital: hoy no se da en el mundo la perversa dualidad de otras épocas en las que se contraponían dramáticamente unos proletarios que apenas podían cubrir sus necesidades más elementales con unos opíparos ciudadanos de chistera y puro que vivían, sin dar un palo al agua, de cobrar el cupón de los dividendos. Hoy, aunque las diferencias de fortuna siguen siendo abismales, una buena parte de la población dispone de ahorros invertidos con frecuencia en acciones.

La irrupción de lo que en su día fue bautizado como capitalismo popular no oculta, sin embargo, el hecho de que la capacidad de ahorro e inversión de unos y otros ciudadanos son tremendamente desiguales y que la medida de Bush, como ha resaltado la oposición demócrata, beneficia más a los más ricos. Según han señalado instituciones prestigiosas, el 1% de los contribuyentes más ricos recibirá el 42% de los beneficios de la supresión de los impuestos sobre los dividendos.

Esta medida representa una reducción de ingresos para el Estado de unos 380.000 millones de dólares en los próximos 10 años, la mitad de lo que el Tesoro dejará de percibir con el paquete fiscal anunciado por Bush en el Club Económico de Chicago. Este dato sitúa en su verdadera dimensión las otras medidas "sociales" incluidas en el paquete para que no se valore como un regalo puro y duro a los más ricos.

Pero, independientemente de los efectos redistributivos --en favor de los más ricos-- de las medidas adoptadas, éstas están dirigidas fundamentalmente a la reactivación de la economía norteamericana, un objetivo que nos afecta a todos puesto que EEUU es el motor de la economía mundial y de forma especial de la europea.

No puede negarse que la circulación de la masa de dinero que queda disponible para los ciudadanos en detrimento del Estado --674.000 millones de dólares para la próxima década-- estimulará el consumo y la actividad productiva; no obstante, sus efectos serán limitados porque la cautela de los ciudadanos en sus decisiones de compra o de inversión tiene causas más profundas, relacionadas con la incertidumbre sobre la guerra en Irak y la evolución del precio del petróleo, así como la desconfianza sobre las cuentas de las empresas generada por tantos escándalos financieros. Aun con estas limitaciones hay que reconocer la flexibilidad norteamericana en el uso de los tipos de interés y de la política fiscal, que brillan por su ausencia en la Unión Europea.