Tras cada desgracia siempre hay un inmenso negocio. Y así, las tragedias ecológicas, industriales o sanitarias motivan la aparición de instituciones dispuestas a combatirlas. Ninguna debiera contar con un departamento dedicado al patrocinio selectivo de amenazas. Pues bien, hace poco el British Journal of Medicine acusaba a los laboratorios farmacéuticos de inventar enfermedades para mejorar sus ganancias.

El denunciante, Ray Moynihan, explicaba que la disfunción sexual femenina, tecnicismo que designa la imaginada impotencia en la mujeres, es una circunstancia que los laboratorios quieren medicalizar y tratar con alguna droga. El hecho es que la definición de la enfermedad y su incidencia fueron acordados en un congreso en el que los participantes eran profesionales vinculados a la industria farmacéutica. Allí se concluyó que la supuesta disfunción afectaba al 47% de las mujeres. Para obtener la cifra se preguntó a 1.500 mujeres si habían padecido alguno de los siete problemas de una lista que incluía como disfunciones el poco apetito sexual o el miedo a no tener orgasmos. Los investigadores decidieron que una simple respuesta afirmativa era suficiente para engrosar la estadística.

Así, los supuestos científicos produjeron con el mismo gesto tres atropellos: primero, condenaron al 50% de las mujeres a la condición de enfermas; segundo, disfrazaron de científica una mera actuación de propaganda y, tercero, contribuyeron a la transformación de nuestro entorno en un hospital.

Aún podemos decir algo más, pues la sospecha de que se inventa una enfermedad para cada píldora es creciente. Mucha gente ve en la calvicie, la timidez, la menopausia o la lentitud una enfermedad. Las guerras contra el colesterol, el asma, la obesidad o el colon irritable --padecimientos que cuando son graves merecen atención sanitaria-- son tan indiscriminadas que debemos preguntarnos por qué de repente todos estamos enfermos. Se culpa a la contaminación, al estrés o a no sé cuál radiación y hay quienes dicen que enfermamos para poder evadirnos de tantas responsabilidades.

Sabemos ya cómo funciona todo el proceso. Se trata de convertir pequeños achaques en grandes problemas y los signos débiles en asuntos serios. Después, lo más importante es organizar profundas (y costosas) campañas publicitarias para entrenar a los consumidores en el ejercicio de identificar como síntomas de enfermedad lo que hasta entonces eran conductas más o menos curiosas. Así, mientras los laboratorios producen la enfermedad, las organizaciones de consumidores suministran los enfermos.

El negocio consiste en convencer a la gente de que todo cuanto nos sucede es consecuencia de una disfunción bioquímica y que, además, podemos vivir alejados del dolor o la infelicidad. Ningún ejemplo es más dramático que el de la depresión.

Las cifras son tan escandalosas que parecería que estamos delante de una epidemia. Tanto, que Wurtzel, en su impactante libro Nación Prozac, alentaba a los feroces consumidores estadounidenses del ansiolítico (la droga de la felicidad) a no considerar la depresión como una especie de estado natural de los humanos. Más aún, les animaba a creer en la posibilidad de restaurar su equilibrio mental sin recurrir a píldoras. ¿Lo permitirán las multinacionales?