Para muestra, un botón: "El coste para proporcionar salud básica y nutrición a todos los habitantes del mundo que no pueden acceder a ellas en la actualidad es de 13.000 millones de dólares anuales, mientras que el gasto anual en comida para animales domésticos en Estados Unidos es de 17.000 millones de dólares", constata la obra de Adela Cortina Por una ética del consumo. Superada la resaca de los excesos de las compras navideñas, inmersos todavía en la vorágine de las rebajas y enfrentados al fin a la famosa cuesta de enero, tal vez sería éste un buen momento para reflexionar sobre ciertos hábitos de consumo y cuestionarlos, ya que estamos a principios de año y, como anuncia esperanzado el dicho, año nuevo, vida nueva.

¿Por qué consumimos tanto? ¿Por qué el mundo rico se empeña en ir de compras como si se tratara de una actividad lúdica y no en ir a comprar cuando así sea menester a causa de necesidades concretas --hambre, frío, enfermedad, entre otras-- que deben solventarse? ¿Acaso resulta gratificante la adquisición de objetos que el mercado ofrece aun cuando éstos no nos hagan falta? ¿Nos hace felices comprar? ¿Somos libres cuando lo hacemos? ¿Puede nuestra conciencia estar tranquila cuando conoce el hecho de que mientras medio mundo consume más de lo que necesita el otro medio necesita mucho más de lo que consume?

En el magnífico ensayo de Cortina se ofrecen numerosas respuestas a estos temas. Leemos que una de las grandes responsables de nuestra conducta consumista es la necesidad de una identidad, individual y social, que el mercado ha sabido aprovechar. Podríamos entonces formular el antiguo refrán dime con quién andas y te diré quién eres de la siguiente manera: Dime qué consumes y te diré quién eres. Se consume para parecerse a alguien, para superar a alguien, para demostrar el éxito, para pertenecer a una comunidad. Para ser alguien, en suma. ¿Tanto tienes, tanto vales?

Consumir es inevitable, naturalmente. Es necesario para sobrevivir: precisamos alimentos, ropas, abrigo, lugar donde vivir, medio de transporte, etcétera. El meollo de la cuestión es precisamente lo que de veras necesitamos. ¿Dónde está el límite? ¿A qué correspondería un consumo ético, un consumo moralmente aceptable? ¿Qué es lo auténticamente necesario? No puede limitarse a lo estrictamente físico, claro está.

No son pocas las personas que han advertido de la necesidad de frenar el consumo descontrolado para preservar el planeta de la destrucción total y absoluta. El desarrollo sostenible pasa por cambiar nuestro estilo de vida y adoptar costumbres que respeten el medio ambiente, su equilibrio y la distribución justa de sus riquezas entre todos aquellos que la habitan y a quienes sin duda pertenecen por igual, incluidas las formas de vida no humanas. Tal vez deberíamos plantearnos que, para poder seguir viviendo bien, habría que vivir ya de un modo distinto, tendríamos que cuestionar nuestras necesidades y basar quizá parte de nuestra identidad, de nuestro éxito, en bienes que no se pueden comprar. Lo que está claro es que hay que replantearse el asunto. No podemos seguir al ritmo al que vamos, que provoca desigualdades insostenibles. Año nuevo, vida nueva: que nos guíen la prudencia, la justicia y la sensatez.