Reclamar la abolición de la consideración de nacionalidades históricas de Cataluña, Euskadi y Galicia para equipararlas con las restantes comunidades autónomas no es un chiste descabellado, por más que se sazone con una alusión milenaria a la higiene, si quien lo pregona es el presidente del Tribunal Constitucional. La insensata declaración de Manuel Jiménez de Parga no puede ser despachada como una más. Ostenta un alto cargo institucional del Estado y le es exigible neutralidad como intérprete de la Constitución. No le compete a él revisar la historia ni cambiar la norma constitucional, y no merece seguir desacreditando el cargo.

A este dislate se le suman otros enfrentamientos verbales por la cuestión del nacionalismo. Como las declaraciones mitinescas de José María Aznar al abominar de los "guetos culturales" y al tachar a los nacionalistas vascos de "tribu". Manifestaciones impropias de un presidente del Gobierno en un Estado plurinacional y pluricultural, que desatan reacciones también airadas, como la de Artur Mas, que ayer le llamó "caradura". Estas actitudes, que tanto alejan a los ciudadanos de la política, cuestionan el pacto constitucional que hace 25 años alumbró el Estado autonómico.