Empieza el periodo anual de entrega de cuentas de las grandes empresas españolas, coticen o no en bolsa. No debería esperarse mucha novedad porque cada vez está más extendida la práctica de informar de resultados trimestrales.

El 2002 no ha sido tan buen año como los anteriores, ni en crecimiento general ni mucho menos en el buen trato al ahorro de las familias depositado en el mercado de renta variable. La diferencia estriba en que durante el ejercicio pasado hubo tormentas inusuales de alcance mundial, simbolizada por la crisis del gigante energético Enron, acompañada de la desaparición de la marca de auditoría más conocida del mundo, Andersen. También han sufrido un duro golpe para su credibilidad los gurús de los bancos de inversión y sociedades de analistas.

Como se resumió en su día: la bolsa era un casino, el crupier hacía trampas, el inspector y el policía lo encubrían y algunos jugadores que estaban en el secreto arrastraban a los incautos. En versión española hay tres casos dominantes: quienes ocultan pérdidas, como Gescartera; quienes ocultan beneficios, como BBVA, y quienes abandonan el puesto de mando con retribuciones de escándalo, como en el SCH.

En paralelo a esta grieta por la que pierde credibilidad a toneladas el capitalismo mundial, los mecanismos de sellado se revelan del todo insuficientes. Buena intención no falta: en la cumbre europea de Barcelona de marzo del 2002, los Quince encargaron un código de buen gobierno para las grandes corporaciones. La comisión, presidida por Jaap Winter, un holandés directivo de la multinacional de alimentación Unilever, elaboró unas normas severas, de sabor anglosajón, en las que a la concentración de poder de los directivos se contrapone la transparencia de sus decisiones en favor de los accionistas minoritarios. Curiosamente, mientras la convergencia financiera aconsejaría que fuera acompañada de la convergencia de las normas de vigilancia, desde el primer momento se dijo que el código Winter solamente era orientativo.

En el caso español todo está aún por definir. Teníamos un código Olivencia (en referencia al catedrático Manuel Olivencia) desde 1998. Siguiendo la tradición de llamar de carácter voluntario a lo que no se quiere cumplir, se ha querido precisar esas normas de buen gobierno mediante una nueva comisión dirigida por el vicepresidente de la CEOE, Enrique Aldama. Las conclusiones del informe Aldama (nótese que ya no es ni código) ya están en manos de Rodrigo Rato, aunque el dilema permanece: qué parte debe convertirse en ley y qué otra en recomendación. Parece lógico que las responsabilidades de los consejeros, sobre todo de los malos, tiene que legislarse; y es deseable exigir que las compañías tengan su código de buen gobierno y deban hacerlo público en sus cuentas. Ahora bien, debe quedar a la libre elección de cada empresa la concreción de ese código.

Es urgente que el Ministerio de Economía impulse la adaptación española a las normas internacionales de contabilidad. Es el Ministerio de Justicia el que debe precisar hasta qué punto va a revisar el código de sociedades mercantiles. La parte ética parece de nuevo un maquillaje: no son las empresas las que deben comportarse, sino sus directivos. Y eso es difícil de codificar.