Los deportes tienen una característica extraordinaria: un reglamento. Porque las actividades sociales, las relaciones con los otros, no acostumbran a estar rigurosamente reglamentadas. Más bien se rigen por costumbres, por tradiciones. Es una buena costumbre decir "buenos días" al entrar en un taxi. Pero el taxista no nos podrá obligar a bajar si no se lo decimos. Los hábitos sociales son muy elásticos, y las interpretaciones son muy personales.

Los deportes, en cambio, exigen a todos a los que los practican en colectividad un comportamiento muy preciso. Por eso me ha parecido muy interesante que en el último número de una publicación escolar se hable extensamente del deporte como instrumento de educación. Porque el deporte se basa en el respeto a un reglamento compartido, no en los gustos o los criterios personales. Y estoy de acuerdo con muchas de las ideas que aparecen plasmadas en esas páginas. Por ejemplo, conviene formar, o recuperar, en la escuela, el valor de la deportividad, y ello supone:

1. El placer de participar (más allá del resultado obtenido).

2. El respeto a las reglas de la participación (exista un árbitro o no; por convicción propia).

3. El respeto a uno mismo, que no significa hacer trampa, y sentirse tan digno en la derrota como en la victoria.

Una práctica deportiva es formativa cuando estimula la capacidad de superación, favorece la aceptación de las propias limitaciones, enseña a sufrir dificultades, y armoniza --en juegos colectivos-- el individualismo con la solidaridad de equipo.

Son valores que, sin duda, pueden defenderse teóricamente, pero que enraizan en la práctica del deporte, entendido como un entrenamiento ético.

Esta deportividad, esta consciente identificación con el reglamento, debería convertir a los escolares en ciudadanos cívicos. El problema es el mal ejemplo de muchos futbolistas profesionales. Dispuestos a la agresión para no perder una pelota. ¿Es imaginable una deportividad bélica?