Un demoledor informe de John Stevens, el policía más famoso del Reino Unido, reconoce por primera vez de forma oficial la colusión de la policía y los servicios de información británicos con las bandas paramilitares del Ulster en los asesinatos de militantes republicanos y católicos, en los 80. En esa época la primera ministra, Margaret Thatcher, amparaba ejecuciones ilegales y se pavoneaba de ello ante una Cámara de los Comunes narcotizada por el falso sentido patriótico en la lucha contra el IRA.

El informe sobre la guerra sucia y sectaria en Irlanda del Norte llega con retraso --suele ocurrir si están en entredicho razones de Estado-- y degrada la reputación de las Fuerzas Armadas. El Gobierno queda en una posición humillante que le obligará a proseguir las investigaciones, quizá hasta llegar al Domingo Sangriento, cuando el Ejército mató a 13 manifestantes católicos en Londonderry en 1972. Porque ahora todas las actuaciones están bajo sospecha.

Si el Gobierno británico asume la terrible verdad y la lleva a sus últimas consecuencias legales, el proceso de paz, irreversible pero empantanado por el problema que plantean los arsenales del IRA, habrá escalado otro peldaño.