Como no siempre tenemos que estar protestando --aunque sea justa, la protesta permanente llega a saturar el aire y, lo que es peor, pierde eficacia--, me permito explicar una anécdota que me gusta mucho. El origen es francés, y sólo cambio el nombre de un personaje. Pongo uno catalán, para que la historia se entienda mejor.

La señora tiene problemas caseros: la bañera atascada, un grifo que gotea. Avisa al fontanero. "Vendré a las diez", promete Jacint, un hombre satisfecho de su oficio. Efectivamente, comparece con su caja de herramientas. Una llave inglesa que atornilla aquí, una nueva junta allí, y ya está, todo arreglado. Llega el momento de la factura. Jacint confiesa que el papeleo no es su fuerte, y que si la señora quiere pagar con billetes, se ahorrará gastos suplementarios. La señora no tiene ningún inconveniente, tiene el dinero a mano. Pero pide un recibo. Con una letra clara y bonita, el fontanero firma: "Jacint Verdaguer". La señora se sorprende: "¿Usted se llama, realmente, Jacint Verdaguer? ¡Debe de estar orgulloso de tener un nombre tan conocido!" Y sin esconder un punto de amor propio, el fontanero dice: "Verá, señora, hace ya 27 años que me dedico a este oficio..."

Cada persona es ella misma y tiene su mundo. Y, naturalmente, un nombre que le es propio. Estoy seguro de que actualmente existen ciudadanos que se llaman José Carreras, Montserrat Caballé, Severiano Ballesteros, Antoni T pies, Joan Miró, Joaquín Sorolla, Miguel Hernández, Felipe González...Y José María Aznar, Manuel Fraga, Tony Blair, Albert Einstein, Elizabeth Taylor, y que no tienen nada que ver con estos famosos.

Alguien dijo, una vez, que el auténtico famoso empieza por ser conocido en la escalera de su casa, después lo es en el barrio, en su ciudad, en su país...

El nombre del fontanero de la historia que he explicado era, de verdad, Marcel Proust. Un nombre glorioso de la literatura francesa. Para vivir feliz, el lampista Proust tenía bastante con la fama de profesional eficaz ganada en su barrio.