Los acontecimientos de las últimas semanas han planteado un debate muy serio en torno a los límites en los que puede y debe actuar la política en el ámbito de las relaciones internacionales. No es necesario ser un hobbesiano empedernido ni asumir la concepción de Carl Schmit de que el ejercicio del poder implica siempre estado de excepción para percibir que la política democrática tiene que cerciorarse una y otra vez acerca de los límites que la constituyen. Dentro de España, la ilegalización de Batasuna supone un caso de esos. Nos gustaría vivir pensando que democracia es normalidad, y que cuando abandona la normalidad deja de ser democracia.

Ni lo uno ni lo otro son verdades absolutas: la democracia puede y debe, según las circunstancias, probar sus propios límites. Especialmente cuando desde fuera de esos límites se quiere reventar la democracia desde dentro. En estos casos la democracia debe probar sus propios límites, buscar cuáles son las fronteras que no debe sobrepasar, so pena de dejar de ser democracia.

Una ley que regula la ilegalización de un partido político y su puesta en práctica en un caso concreto son algo que se mueve en los límites de la democracia, sin que esta afirmación implique duda alguna sobre la legitimidad democrática de la ley citada ni de su aplicación por el Tribunal Supremo. Si un sistema institucional democrático llega a la conclusión de tener que ilegalizar a un partido político, es que esa democracia está amenazada por algo concreto que se sitúa fuera de los límites de lo democrático, pero que pretende actuar bajo el paraguas de la democracia.

Por estas razones extrañan algunas reacciones políticas de satisfacción y alegría ante la sentencia del Tribunal Supremo declarando ilegal a Batasuna. Tratándose de algo que se encuentra en el límite legítimo de lo democráticamente aceptable sería mejor una reacción más comedida y consciente de la situación. La ilegalización de un partido político debiera ser algo a lo que se llega en democracia con legitimidad pero con sensación de incomodidad: es un síntoma de problemas no resueltos.

Fuera de lugar se encuentran las reacciones que ponen en cuestión el conjunto del sistema. No porque en democracia no sea posible la apelación. Lo que en democracia no puede tener legitimidad alguna es la permanente puesta en cuestión del sistema mismo, que es precisamente la razón de ser del partido ilegalizado y de los intereses terroristas que representa: la deslegitimación del Estado y de todas sus instituciones, el Estatuto de Gernika, las instituciones de autogobierno y la sociedad vasca en ellas reflejado.

Lo que nos lleva a la cuestión de fondo. Es cierto que la ley y la sentencia del Tribunal Supremo seguirán dando que hablar a juristas y politólogos, que seguirán debatiendo su legitimidad democrática. Pero la verdadera pregunta es otra: ¿por qué ha sido necesaria la promulgación de la ley y su aplicación en una democracia que se quiere madura y consolidada? ¿Por qué las afirmaciones de que debe ser la sociedad vasca misma la que a través de su voto proceda a la ilegalización de Batasuna, colocándola fuera de la sociedad, aislándola política y socialmente, se plantean ahora, después de que ETA lleve todo el tiempo de la democracia poniéndola en cuestión, y después de que se haya servido de su brazo político para reventar esa democracia desde dentro?

La democracia tiene que acudir a probar sus límites, comprometiendo a su poder judicial cuando otros mecanismos han fracasado, cuando el juego político de todos los días, la actuación responsable de los partidos políticos, no ha hecho frente a la tarea con decisión y claridad de ideas durante demasiado tiempo.

Jugar a probar los límites de la democracia es siempre un juego arriesgado. Exige de los actores del juego extremada prudencia y sensatez. El silencio ministerial debiera ser virtud. Pero la pregunta política básica es otra: ¿por qué no se ha procedido antes a la deslegitimación política del terrorismo y de su brazo político, algo que le compete fundamentalmente al nacionalismo vasco, evitando así que la democracia tenga que probar dónde están sus propios límites?