La magia de viajar consiste en el intercambio que se da entre el que llega y el que recibe. Para el que llega todo es precioso como un descubrimiento. Para el que recibe todo es curiosidad. La comparación es algo connatural al conocimiento. Las ciudades descubiertas son mejores o peores en función de las ciudades de origen. Pero todo son ciudades, paisajes o pueblos. Las piedras y los montes son un escudo de la geografía física. Los ríos, en cambio, son el emblema de la geografía humana.

La comparación de Barcelona, por ejemplo, con otras ciudades implica reconocer que no hay ningún río que la atraviese. ¡Ay, el río! Se habla mucho de la vitalidad del mar, pero el río es el que ha conformado las ciudades y las civilizaciones. El río, en Europa, ha sido siempre frontera. En África y en América ha sido territorio. El río ha permitido que las ciudades crecieran en una ribera y en la opuesta. Y las amistades y afectos han crecido gracias a la dificultad de encontrarse. El río es el que trae puentes. De muchos ojos, como los puentes romanos que ya preveían que el fluir del agua era caprichoso y que más valía pasarse de apuestas que jugárselo todo a un solo arco. El río pone música a las ciudades. Es el CD natural de las tormentas y el patio de juegos de las aves y de las carpas.

El río es el tributo que la ciudad paga a la naturaleza. El rumor del río es la mejor nana para los niños y es el último sonido que acompaña a los suicidas. Las ciudades con río lo acogen cuando es pequeño y lo reconocen cuando sus propias aguas llegan al mar. Ríos tranquilos como en Girona. Ríos traviesos como el Duero de Soria. Ríos excesivos como el Tajo de Lisboa. Ríos de verdín seco y de piedras mates como el Segura o el Turia. Ríos del trabajo como el Nervión o el Sella. Ríos que son avenidas como el Sena de París, el Main de Fráncfort o el Arno de Florencia. Los ríos, cuando fluyen entre las obras humanas, son el ejemplo del poder del ingenio sobre el poder de las antiguas leyes de la Tierra.