Algo estaba pasando. Pedro había convertido la negación en una norma de vida. De entrada, no. Una negativa a tiempo salvaba muchos días. Un buen no y la existencia fluía como un río tranquilo. O sea, que no. Por sistema: no.

En todas las negaciones de Pedro, sin embargo, se ocultaba una duda. Si la vida era un continuo juego entre afirmar y negar, ¿qué habría sucedido al aceptar todo lo que le venía en cara? Salvar el río por el puente o dejarse llevar por la corriente. Esa era la cuestión. Decidió que algo había que cambiar. Hizo el equipaje, lo ató en su moto y fue a plantar su tienda individual en un bonito cámping urbano de esos que se encuentran en el centro de ciudades donde la Semana Santa es la única semana del año.

En el restaurante del cámping dijo que sí a todo. Se dio cuenta de que al otro extremo del salón una mujer --enigmática, por supuesto, y hasta cierto punto hermosa-- también cenaba sola. En su mano derecha un enorme anillo de amatistas daba serenidad a su pelo alborotado. Al día siguiente, Pedro se instaló en una mesa más cercana y, entre bocado y bocado, se dejó llevar por la mirada de la otra solitaria y por su inapetencia y también por su firme capacidad de decir que no a casi todo.

El tercer día, Pedro lo dedicó a afirmarse en una antigua negación: hizo deporte. Recordó el contradictorio aroma del sudor propio y se introdujo en una de las elegantes duchas del cámping. Al cerrar el grifo, abrió la puerta para recuperar sus pantalones con los ojos cegados por el agua, pero no estaban allí. De la percha sólo colgaba un hábito de nazareno y un capirote a juego. Ni los zapatos habían merecido la indulgencia del ratero de vestuario. Anochecía. Y no quiso gritar para pedir auxilio. Decidió cubrirse con el hábito y con el capirote y huir, descalzo, hasta la tienda.

Pero en su absurda huida se encontró con otros personajes vestidos como él que se montaban a un autobús para acudir en cofradía a la procesión local. Alguien gritó: "¡Venga, sube!" Y Pedro, que ya no podía decir más que no, subió. Y luego bajó. Y, descalzo como iba, le confundieron con un penitente de altísimos pecados y le metieron en el corazón de la comitiva. Cinco horas estuvo Pedro purgando su propia desnudez bajo el hábito. Ya apuntaba el alba cuando los cofrades llegaron a la iglesia de salida y ahí empezaron a quitarse las vestimentas. Pedro no acertaba a despojarse de unas ropas que en aquel momento lo eran todo. Decidió acercarse a la puerta y, una vez allí, huir a buscar ropa nueva, laica y civil.

Mientras corría por las callejas oscuras escuchó gritos. El jefe de la cofradía debía de haber advertido la deserción y mandaba a un uniformado a buscarle, aunque sólo fuera para recuperar los hábitos de seda y de terciopelo. Una raíz oculta bajo la hierba le hizo caer de bruces. Al poco rato, cuando se incorporaba, su perseguidor tropezó con la misma raíz y cayó sobre él.

La reconoció por el anillo de amatistas y por los pies descalzos. La luna llena les iluminaba. Nadie les perseguía, pero estaban ahí, abrazados en el prado. Se sacaron el capirote mutuamente. "¿Te robaron la ropa en la ducha?", le dijo Pedro. Y ella: "No hay mejor ropa que la que se puede sacar. Quítatela". Y Pedro se ofreció a su compañera casi desnudo. Y fue sábado. De gloria, claro.