Un policía detuvo a un automovilista que circulaba por una autopista de Escocia. Motivo: leer el periódico mientras conducía. La velocidad era correcta, no superaba el límite permitido por la ley. Leer un periódico en un coche también es perfectamente legal. Pero conducir y leer a la vez es otra historia.

Esta doble actividad simultánea no me va. Ni, mientras conduzco, poner un casete o la radio --nunca he tenido ningún interés en tener los aparatos correspondientes en mi coche. Ya sé que muchos conductores aprovechan el trayecto para escuchar las últimas noticias o ayudarse a pasar el tiempo con música. Si les es útil me parece muy bien. Sólo digo que yo no lo echo de menos.

No me molesta conducir, más bien me gusta, sobre todo si el viaje es relativamente largo, fuera de la ciudad. Pero me gusta conducir sin complementos. Soy un conductor bastante silencioso. A menudo agradezco que mis acompañantes me hablen, pero yo correspondo con pocas palabras y sin dejar de mirar hacia adelante. Confieso que me inquieta ver --sucede a menudo-- que el conductor del coche que tengo enfrente gesticula y gira la cabeza, a cada momento, para hablar con la persona que tiene a su lado. Soy un conductor aburrido, quizá porque conducir no me aburre. No necesito estímulos de fondo.

Ni para leer ni para escribir pongo música. Si escucho música no puedo evitar escucharla, y entonces no paso página ni sé pensar lo que tengo que escribir. Los ruidos de fondo no me distraen --he escrito a menudo en los cafés--, pero sí las voces y las melodías concretas, que me impiden hacer una inmersión en lo que en aquel momento me interesa. Por ello me cuesta entender a los que, circulando por el páramo de Soria, por ejemplo, son capaces de escuchar jazz de New Orleans, o cruzando las plácidas colinas del Maresme se envuelven con ópera de Wagner.

Yo no sabría superar la contradicción entre la mirada y el oído. Y pensaría: cómo desaprovecho la música, como desaprovecho el paisaje.