Que el desaparecido Sadam Husein ordenara a su hijo Qusai retirar con nocturnidad mil millones de dólares en efectivo del Banco Central de Irak 48 horas antes de que se iniciara el ataque anglo-norteamericano, refuerza el carácter siniestro del sátrapa que mandaba en Bagdad.

Semejante robo lo sitúa entre la pléyade de dictadores que han maltratado y esquilmado a su pueblo, y se suma al conjunto de horrores que ha dejado al descubierto la caída de ese régimen despótico, cuyos restos probablemente traten de financiarse con el dinero sustraído.

Esos mil millones de dólares constituían una cuarta parte de las reservas de divisas iraquís, y no hay rastro de ella. Tal botín, al que deben sumarse los fondos que Sadam tenía ya en el extranjero, que se presuponen cuantiosos, pone en evidencia una vez más la falta de mecanismos internacionales para luchar con eficacia contra el tráfico de dinero, siempre bajo el amparo del sacrosanto secreto bancario. Encontrar el rastro de toda la fortuna de Sadam es, pues, una tarea insoslayable de Estados Unidos antes de que se alimenten versiones interesadas de que ha sido puesta al servicio del terrorismo internacional.