He llegado al restaurante con nombre mediterráneo y la mesa para dos sólo era todavía para uno. Me ofrecen cócteles nórdicos y aperitivos de nombre debido a un conde veneciano. Algo debe de quedar de los orígenes del quinto en la taberna. Le pido al camarero, traje oscuro y pajarita rígida, una cerveza. En este local la cerveza por lo visto se ha ennoblecido y ya no se conoce con el nombre genérico, sino con el nombre de sus supuestos embotelladores. Probablemente la bebida más antigua del mundo, antes incluso que el vino, ahora ha decidido salir de la inclusa y se debe pedir con nombre y apellido. En eso de las bebidas hay demasiada onomástica. Los vinos de Rioja, por ejemplo, fueron aristocráticos: o bautizados como marqués de, o conde de o señorío de tal casa. A veces el vino civil es más sagrado que el vino consagrado.

Pero también el vino vivió su Revolución Francesa y hoy las mismas botellas visten etiquetas con nombres poéticos, con terminaciones latinas o con resonancias de campanarios de abadías. Pero ¿y la cerveza? ¿Con qué nombre nos quedamos para iluminar ese mantel blanco con algún proyecto que realmente nos sobre? Llega la editora, limpia y abrazable como el borreguito de Norit, y antes de sumergirse en la duda de la cerveza con nombre nos contamos nuestros respectivos viajes de Semana Santa. La ruta se entretiene en los literales cerros de Úbeda, tapizados de centenares de miles de olivos. Y de la evocación a distancia surge, como en todo, el deseo: "Tráigame unas aceitunas". Y el camarero, acostumbrado a los blinis de caviar y a las virutas de foie, dice que lo siente, pero que en el restaurante de nombre mediterráneo y a pocos metros del Mediterráneo, alguien ha decidido que las aceitunas son indignas de ciertos manteles. Luego, claro está, llegará el aceite verde para dignificar con muchos euros lo que algún día fue la sopa del pobre, el último pescado que quedó en la lonja, la hogaza de pan seco que se dejó ablandar para leernos por dentro. La aceituna, ¿dónde?