La muerte de la maestra arramblada por las aguas turbulentas del Camí de la Can me ha hecho recordar los cinco años que pasé en la carretera, desplazándome de Valencia a Castellón, ida y vuelta. También yo tenía que impartir mis clases en el Instituto Femenino, jugándome la vida en la 340, en estado lamentable de conservación, hasta que decidieron arreglarla y fue peor el remedio que la enfermedad. Cada dos o tres días nos desviaban por carreteras comarcales o por caminos rurales, mientras se asfaltaba a brazo o se adoquinaba el firme, hasta desembocar en la calle de Sagunto y poco después en la avenida de Cataluña. Los trenes de cercanías quemaban gasóleo y los tubos de escape, estilo nazi, intoxicaban a los pasajeros con frecuencia. Las vomitonas, tras más de dos horas de viaje, eran normales y salutíferas. Y encima, pagábamos.

Al fin me llegó el turno de disfrutar de un seiscientos, tras pagarlo con un año de adelanto, unas setenta mil pesetas, y me lancé a la carretera. El sol me deslumbraba en la subida de Almenara, donde solía "pasarme" el arquitecto municipal que también se desplazaba diariamente; en mejor coche y con chófer. En cinco años, en esa maldita carretera, he visto de todo: choques, camiones destrozados, ataúdes sobre el asfalto esperando al juez de guardia, cargas de naranjas desparramadas, borregos agonizantes y hasta llevé algún herido, restañándole la hemorragia con el trapo amarillo y grasiento de la limpieza del coche. Salí ileso. Les cuento esto para no escribir sobre la repugnante posguerra iraquiana ni sobre las vomitivas justificaciones del señor Aznar.