La conciencia, en tanto que humana, tan sólo tiene dos ojos. Y esos ojos son tan miopes que sólo pueden ver el mundo a través de la lente de aumento de la televisión. No es extraño que esa conciencia, viendo lo que ve, acabe convirtiéndose en mala conciencia. Y contra la mala conciencia sólo hay el antídoto de la solidaridad orientada.

Ahora se acercan tiempos de declaraciones de renta. La dosis homeopática de la solidaridad consiste en marcar una cruz al final del impreso. Con eso ya se puede dormir tranquilo. Pero a veces no basta. Ahora sabemos que una parte de nuestros impuestos van a servir para reconstruir y ayudar ese Irak que de alguna manera contribuimos a destrozar también con nuestros impuestos. O sea, que miopes tal vez, pero ciegos no. Estamos alarmados por las mascarillas de la neumonía asiática, pero tal vez fuimos de los que despreciamos en su día a Elkin Patarroyo y su intento de combatir la malaria. Contribuir a un mundo más justo no significa firmar un cheque y desentendernos. A veces la pobreza está más cerca, pero al pobre lo queremos lejos. A veces preferimos ir al márketing de la solidaridad generada por una catástrofe natural y lejana antes que admitir que la pobreza cercana también es el resultado de la gran catástrofe del sistema.

Hoy día no hay princesa, top model o divo del rock o del bel canto que no tenga una causa exótica para publicitar. El exotismo es una garantía de éxito, porque podemos ser solidarios a condición de no mirar al pobre en los semáforos.

La segregación no es por pureza de sangre, sino por la diferencia entre extranjero pobre y rico. El vendedor de rosas indio no tiene nada que ver con Asha Miró. Las mendigas rumanas no son Nadia Comaneci. Los peruanos que acompañan a inválidos no son Mario Vargas Llosa, ni todos los orientales que estornudan son el sultán de Brunei ni los magrebís son Zidane. Mejor no generalizar. Están a punto de decirnos que adivinemos quién viene a cenar esta noche.