La aceptación a regañadientes de la Hoja de ruta por el Gobierno israelí, un plan de paz que teóricamente debe conducir en tres etapas a la proclamación de Estado palestino en el 2005, nos retrotrae a 1991, cuando, tras la guerra del Golfo, el padre del actual presidente norteamericano impuso a los halcones del Likud la conferencia de paz de Madrid, punto de arranque de las conversaciones de Oslo y del proyecto de autonomía para Cisjordania y Gaza. Cambian los actores, pero el problema persiste en su endiablada complejidad.

En 12 años, la ocupación militar, la colonización salvaje y la arrogancia de los sucesivos gobiernos israelís destruyeron la solución de paz por territorios, mientras la represión de la segunda Intifada provocaba más de 4.000 muertos en tres años. Los atentados suicidas acabaron con el mito de la seguridad absoluta, pero radicalizaron a la sociedad judía y cegaron las vías de diálogo. Crecieron la desconfianza, el miedo, la miseria, el rencor y el resentimiento. Ahora se pretende romper el ciclo infernal con la instalación de un nuevo primer ministro palestino, Abu Mazen, de precaria popularidad, al que se encarga la plausible desmilitarización de la resistencia, pero al que se debilita con el estigma de la imposición exterior.

Sharon deberá probar ahora su buen fe, tras haber arrancado a sus ministros en votación muy reñida la aprobación del plan de paz, supeditado a 14 objeciones secretas garantizadas por Washington. La misma prensa israelí reconoce que la aceptación del Gobierno responde principalmente al prurito oportunista de evitar el grave daño que sufrirían las relaciones con EEUU en caso de un prematuro fracaso de la Hoja de ruta. Israel no podía enturbiar con un rechazo frontal la aureola de vencedor y pacificador que la propaganda diseña en la cabeza George Bush.

En vez de mitigar la ocupación y terminar con el trato brutal e infamante que el Ejército de ocupación inflige a los palestinos, el primer ministro israelí continúa enviando sus tanques y sus excavadoras. Los problemas siguen en pie, y en primer lugar, el de los colonos, esas legiones de extrema derecha, armadas hasta los dientes, que no están dispuestas a evacuar un metro del territorio y desafían todas las legalidades.

Entre los cambios exigidos por Sharon se encuentran la marginación de Europa y el entierro del problema de los refugiados. El éxito de la operación pacificadora depende de EEUU, donde las exigencias electorales, que empiezan a pesar en el equipo de Bush ante la reválida de 2004, resultan contradictorias, se mueven entre el éxito de la paz y los dictados de los poderosos lobis judío y cristiano fundamentalista.

Los más cínicos o mesiánicos en Washington y Jerusalén no se inquietan por la aplicación de la Hoja de ruta, persuadidos de que el primer ministro palestino no podrá cumplir las condiciones --el desarme de los grupos radicales y la prevención de los suicidas-- y de que todo Oriente Próximo puede ser maniatado por las armas. Según la interpretación israelí y norteamericana, Sharon no debe hacer concesión alguna mientras Abu Mazen no pruebe su determinación en la represión del terrorismo. Una visión miope, que ignora las convulsiones del mundo árabe y la crisis del proyecto sionista.

Resulta sorprendente que Sharon, al que los palestinos consideran un carnicero desde las matanzas de Sabra y Chatila en el Líbano, en 1982, haya llegado al convencimiento de que la ocupación sobre casi cuatro millones de palestinos es "mala para ellos y para nosotros", según proclamó ante los diputados rebeldes de su partido. Sólo una toma de conciencia entre los israelís, aunque sea impulsada por los apremios económicos, con ecos inmediatos en EEUU, podría crear las condiciones necesarias para la descolonización de los prejuicios y el reconocimiento de los derechos del otro, como ocurrió en Argelia, Suráfrica o Irlanda.