La dimisión de Howell Raines (Birmingham, Alabama, EEUU, 1943) como director de The New York Times, así como la de su adjunto, Gerald Boyd, no sólo es una reparación ética ante la opinión pública por las falsedades que publicó en el diario más influyente del mundo. Es, además, un motivo de reflexión sobre las maneras agresivas de informar y de primar las sensaciones y no la veracidad.

El editor, Arthur Sulzberger Jr., continuador de quienes fundaron el diario en 1851 y lo engrandecieron, quería un periodismo ágil y, además, agresivo. Para impulsarlo le iba bien Raines, su jefe de opinión durante ocho años, que destacó por sus editoriales contra el presidente Clinton y resultó independiente respecto de Bush. Por ello le nombró director en septiembre del 2001 y de este modo encumbró en exceso a un periodista de expresión brillante, pero con poco sentido del equilibrio.

Casi aislado en su despacho, Raines apoyó a reporteros faltos de ética porque les consideró tan ambiciosos de novedad como era él cuando en 1964 empezó su carrera periodística en el The Birmingham Post. Y como se mantuvo cuando, años después, se integró en el The New York Times y en 1992 obtuvo el Premio Pulitzer con un artículo sobre cómo su niñera negra le desveló lo que eran segregación y racismo. Escribía bien y dirigía mal. Por ello ha caído.