Hace más de un mes que nuestro amigo y colega Alí Lmrabet está en huelga de hambre. Puede morir en las próximas horas si no abandona. La pasión libertaria de este joven y generoso periodista concentra estos días el interés y la solidaridad de mucha gente a lo largo y ancho del mundo. Esta historia es algo más que una nota a pie de página en el dosier marroquí.

Al fin, tras muchos días de soledad y esperanza, algunas conciencias han despertado ante el drama de Alí. Al fin afluyen al Gobierno marroquí los testimonios de líderes, políticos, asociaciones profesionales, universitarios, diplomáticos y gente del común pidiendo al Gobierno de Rabat un gesto de prudencia y clemencia. La solución la tiene en sus manos Mohamed VI, el rey que tantas esperanzas despertó hace dos años cuando sucedió a su padre, Hassan II. Sólo el rey puede indultar a este periodista que defiende desde una silla de ruedas los derechos de todos sus colegas allí y aquí.

No ha sido fácil movilizar a tanta gente aunque la causa era clarísima. No será fácil tampoco que el nuevo y "modernizador" primer ministro, Driss Yetú, entienda que el caso Lmrabet es el indicador que algunos están utilizando en Europa, pero también en el mundo árabe, para creer aún en eso que ha venido en llamarse la transición democrática marroquí. Se trata de saber si este camino conduce a alguna parte o si es apenas el remedo, uno más, de tantos intentos frustrados. A los españoles --y no sólo, por supuesto, a los periodistas-- debería importarnos mucho qué ocurrirá al final con este caso y si tendrá que morir un hombre para que la sociedad civil marroquí pueda vivir en libertad.

Alí Lmrabet ha sido condenado por agravios al jefe del Estado, atentado a la integridad territorial del país, calumnias e injurias varias. Tras varios juicios o algo semejante (¡qué terribles semejanzas entre los tribunales que lo juzgaron y el nuestro de Orden Público en las postrimerías del franquismo!) se le condujo directamente desde el pretorio a la cárcel. Ni libertad condicional, ni fianza ni gaitas. Lmrabet le parece al majzén (es decir, el núcleo del poder) un peligroso extremista, un provocador al que conviene dar una lección que sirva de ejemplo.

La tesis del régimen marroquí recuerda un poco aquel aforismo lanzado por Castro hace muchos años "dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada". Ya sabemos lo que ocurrió después, lo que está ocurriendo todavía hoy en la isla.

Alí y los periodistas de su generación que llegaron a la vida pública tras la muerte de Hassan II y la entronización de Mohamed VI pudieron gozar de una breve primavera de libertades. Nacieron periódicos, partidos políticos, asociaciones cívicas, se estableció un nuevo estatuto de la mujer aborrecido por los integristas islámicos, se celebraron elecciones relativamente libres y muchos creían que Marruecos entraba en un capítulo histórico alejado de los "años de plomo" .

Pronto, sin embargo, el "peso de la noche" (Edwards) o la "longa noite de pedra" (Celso Emilio Ferreiro) en versión marroquí neutralizaron esta esperanza. Los poderes fácticos terminaron imponiéndose y con la misma velocidad con que se abrieron diarios, semanarios y otras publicaciones en libertad condicional, se fueron cerrando. Los tiburones cortesanos criados en el caladero de "nuestro amigo el rey" (Perrault), los viejos caciques próximos al palacio, convencieron al monarca de que aquel libertinaje le llevaría a su perdición. La delicada situación económica y social, los problemas exteriores no resueltos (el Sáhara en primer lugar) y el avance imparable del integrismo religioso, fruto de la frustración y la crisis, permitieron a los liberticidas salirse con la suya.

Hoy, desgraciadamente, Marruecos se parece peligrosamente a aquel país dirigido con mano de hierro durante 38 años por Hassan II. Para nada sirve, como hizo recientemente la abstrusa y difusa ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, cantar las glorias de un país "libre y democrático" si la solidaridad se agota en unas frases amables. Si se compara con Sudán o con Libia, Marruecos es un espejo de democracia y prosperidad. Pero los marroquís quieren más de ambas cosas. España ha preferido mirar hacia otro lado desde que en julio de 1999 se inició la transición en Marruecos.

Ya es hora de sustituir la retórica por un diálogo solidario de sociedades. La pregunta obligada es si este diálogo y esta cooperación pueden promoverla hoy los gobiernos de Madrid y Rabat. Temo, sinceramente, que no, pero no hay peligro: tampoco quieren ni les conviene. Prefieren promover los buenos negocios. Mientras tanto la pasión y vida de Alí Lmrabet corren peligro.