El siglo XXI nos ha permitido profundizar en lo que podríamos denominar la geografía universal de la infamia. Las guerras punitivas --como lo de Afganistán-- o de conquista --como lo de Irak-- nos han obligado a aprendernos los mapas. Ahora ya sabemos situar más o menos topónimos desconocidos. Kabul, Peshawar, Jalalabad o Kandahar sonaron en el 2002. Bagdad, Mosul, Tikrit, Basora nos han sido familiares en esta primavera del 2003. Cada conflicto tiene un ámbito donde caen los muertos y se solazan los vencedores. Los nombres de estas ciudades evocaban mercados, culturas y alegrías. Y hoy son el símbolo del desastre.

La geografía universal de la infamia nos trae ahora nuevos nombres para que vayan cociéndose al fuego lento del verano: Villaviciosa de Odón, Arroyomolinos, Quitapesares. Móstoles o Navalcarnero. Es una batalla aparentemente incruenta, pero que está desembocando en la tragedia más grande de la democracia española. En las guías urbanas de Madrid, cuando se acaban los planos de las calles, suele leerse en el margen de la página una curiosa frase: "Limita con el campo", dice. Es decir que aquella página no coincide con ninguna otra; que ya hemos llegado al final del mapa de Madrid y que a partir de aquel punto sin calles empieza el campo, aparente tierra de nadie, pero que siempre tiene dueños, alcaldes, socialistas o populares. El campo de Madrid siempre es una superficie fértil para los grandes negocios. Y los negociantes están apareciendo estos días.

La llamada clase política madrileña se dedica a cerrar periódicos, a procesar a presidentes de Parlamento autonómico, a expedientar a cinco alcaldes socialistas de Navarra, a decir que el agua está limpia y a afirmar que el castellano retrocede en Cataluña. Pero en ningún lugar de España, excepto Marbella, se puede encontrar la podredumbre política que estos días aflora en Madrid. En España hay dos grandes problemas. Uno es el terrorismo. El otro es Madrid. El entramado financiero-inmobiliario-político que estamos viendo mueve a la desesperanza. No saben ni siquiera cómo resolverlo y, como casi siempre, prefieren lanzar balones fuera. Esa opinión publicada en Madrid sabe perfectamente lo que debería hacerse en Euskadi o en Cataluña. Ahí están las mejores plumas envueltas en la bandera rojigualda. Cada día dan lecciones de españolidad, pero son incapaces de ver que lo que más está agrietando España es esa patrimonialización de lo público que en Madrid es norma.

Viendo lo que estamos viendo, contemplando cuántos empresarios inmobiliarios se mueven en el PSOE o en el PP, contabilizando llamadas, cenas y favores, ¿qué autoridad moral tiene en estos momentos la élite del Estado que se mueve por Madrid? No quiero decir que las élites autonómicas sean insensibles a la corrupción, por supuesto. Casos los ha habido y los habrá. Pero ahora vamos viendo que la endogamia madrileña nos lleva al desastre y que los puentes aéreos empiezan a romperse. Si España es eso que asoma en la geografía madrileña de la infamia, que me borren del país y que no me vuelvan a hablar de solidaridad interterritorial.