Cuando se funde en el cielo la última luz del último cohete, el ser humano urbano y occidental empieza a padecer una extraña inquietud. Se percibe en una apresurada necesidad de almorzar o de cenar con los amigos. Esa pulsión resocializadora se ve complementada por una curiosa indolencia respecto a sus compromisos de trabajo. "Mira, esto lo dejaremos para septiembre". El síndrome estival es bastante parecido al que tiene lugar, con más brevedad, en las cercanías de la Navidad. Mucha cena, mucho encuentro con los amigos y lo de la actividad profesional o burocrática se pospone "pasadas las fiestas". Incluso en la administración se da por supuesto que todo papel presentado antes de esos extraños periodos vacacionales va a experimentar un retraso contra el que no va a caber ningún tipo de recurso. Desde todos los poderes se entiende que la decisión colectiva de dejar las cosas más urgentes para "después de" es algo así como una catástrofe natural, algo que escapa a la voluntad humana y que merece toda la indulgencia de los afectados.

Pero la vida continúa. ¿Y qué se supone que hace ese humano urbano y occidental en este periodo que va más allá del calendario laboral y que significa una sensible bajada de la tensión productiva? ¿Acaso se tumba en una hamaca canturreando como la cigarra de la fábula? ¿Es posible que siga la senda de los antiguos rodríguez? Ni una cosa ni otra. El humano urbano y occidental invierte esos días en una curiosa regresión infantil: la de las actividades extraescolares y la de los campamentos de verano.

Entramos en una institución académica. Es el momento de aprender de una vez aquel inglés que nos pone en ridículo ante el jefe. Las aulas han perdido la severidad del curso. En realidad no va a haber ni siquiera exámenes y las profesoras y profesores son jóvenes y entusiastas. Esa lengua adversa va a entrar ahora con toda facilidad. Aparecerán extrañas amistades colegiales, ya sabes, pásame los apuntes, después una caña y al final tal vez una barbacoa en la que quemar lo mejor de nuestro verano sin bridas.

A veces ni siquiera eso: un cursillo acelerado de náutica o de submarinismo. La vida del urbano busca todo aquello que los meses laborables no le permiten. ¿Y si me hiciera rastas? Son sólo unas semanas. ¿Y si me tiñera como la Maite Sáez, la del Hotel Glam que han instalado en la Asamblea de Madrid?

El delirio del preveraneante se concentra en estos días ambiguos en los que ni se trabaja ni se hace fiesta. Con esos crepúsculos tan prolongados, ¿quién puede resistirse a volver a la adolescencia? Se acabó ver pasar el verano desde la silla de enea con camiseta imperio y porrón de vino y gaseosa. Estos son los días más fértiles del año, porque las obligaciones se diluyen entre quienes las deberían cumplir y quienes las deberían hacer cumplir. "Dejémoslo para después de". Creamos que somos distintos a lo que somos. En traje de baño vemos que todos los ombligos son redondos y que nos vendrían bien unas semanas de risas. Porque tanta mala cara cansa. Y ya empezamos a creer que Aznar es más cascarrabias que Mick Jagger.