Muamar Gadafi ha iniciado el tránsito desde la irresponsabilidad a la presentabilidad. El dirigente libio, a quien un bombardeo de EEUU en 1986 le cortó de golpe el deseo de extender el proyecto revolucionario recogido en su Libro verde, ha decidido desmantelar sus programas de armas de destrucción masiva y aceptar inspecciones internacionales.

Aunque no se sabe a ciencia cierta cuál es o era el alcance de su arsenal --al parecer, muy poco desarrollado y de limitada capacidad--, Gadafi optó hace nueve meses por una negociación que le ofrecían Gran Bretaña y EEUU para evitar así correr una suerte parecida a la de Sadam Husein. Lo que en realidad persigue el dirigente libio es la supervivencia del régimen. Libia es un país con grandes riquezas en petróleo y gas natural. Sin embargo, su economía es desastrosa, fruto en buena parte de sanciones internacionales. Gadafi ha sido incapaz de satisfacer a sus cinco millones y medio de habitantes, algunos de los cuales buscan alivio en el integrismo islámico. Ahora, el camino para el levantamiento de las sanciones queda expedito, pero lo que lamentablemente no se le ha exigido todavía es el respeto de los derechos humanos y reformas democráticas.