La fecha de hoy suele convidar al balance. El año vivido se encuentra en fase terminal y toda oportunidad o pretexto para la reflexión se adivina rotundamente conveniente. Parece mentira, pero necesitamos excusas para ejercitar el pensamiento. Hacerlo no sé si resulta placentero, ni balsámico, ni siquiera sé si resulta práctico, pero, muy posiblemente, nos dignifique. Hacerlo es el último reducto de nuestra libertad, personal y... transferible. El pensamiento debe transferirse, circular, moverse, colarse por las ranuras y los poros de una sociedad narcotizada a golpes de telebasura y Nodos informativos. El pensamiento libre, la capacidad de cuestionar, de objetar o, simplemente, la opción de dudar no están de moda. El poder actual ha satanizado la discrepancia. Hemos creado sociedades tan insípidas y decadentes que atreverse a pensar constituye una osadía casi revolucionaria. Hace años que aquellos que venimos denunciando una involución democrática hoy percibimos que cada vez más gente ha comenzado a notar el aliento mostoso y rancio de quienes asfixian la democracia.

El 2003 ha sido un ejemplo de esa caída libre que sufre nuestro modelo de convivencia. En nombre de la Constitución, aquellos que ni la votaron ni la quisieron nos han estigmatizado a todos los demás como sospechosos del sistema.

El 2003 ha sido el colmo de la impudicia gubernamental. En un acto incalificable de apropiación indebida de las esencias de la Carta Magna, los gobernantes de hoy nos excluyen a todos del supuesto orden constitucional. No se puede golpear más fuerte la línea de flotación de la convivencia entre los españoles. Sencillamente, interpretan la diversidad ideológica y territorial del Estado, no como un valor de enriquecimiento común, sino como una oportunidad para, enturbiado el ambiente, tender la red electoralista.

En su afán por arañar cuatro votos, resulta evidente que toda su apuesta electoral para la próxima primavera descansa en dividir el país en dos. Ellos y el resto. En el colmo de este nuevo autoritarismo, se creen ungidos para conceder los certificados de constitucionalistas o antipatriotas. Así ha discurrido el 2003. Lo hemos visto en numerosas ocasiones y con motivo de cualquier tema. Discrepar en el Parlamento sobre una solución de técnica hidrológica equivale hoy a ser tildado de antivalenciano y a ser estigmatizado con despiadada dureza por los canales públicos de televisión. Pagadas por todos para cultivar el pluralismo y fomentar los valores de la tolerancia, Canal 9 y las televisiones del Estado tocaron el techo y hasta la bóveda celeste de la manipulación y culto a la versión monolítica del poder. Así, desde los medios públicos se ha perseguido y castigado la discrepancia.

El partido que gobierna la Comunidad y el Estado no se entiende con nadie. En el interior del Estado ha dinamitado todos los puentes de diálogo con el resto de partidos y gobiernos autonómicos que no sean suyos. Ese es el legado que nos dejan tras el 2003. La mayor de las infamias la alcanzamos ante la elección de nuevo president en Catalunya. Nada menos que amenaza de cárcel por parte del portavoz del Gobierno central. Para qué recordar nuestro apoyo incondicional a Bush en una guerra cuya motivación sigue siendo estrictamente petrolera y criminal. Nuestro presidente destrozó el consenso tradicional sobre política exterior y vendió la dignidad nacional al postor del imperio. Idéntico papelón parece haber jugado en el frustrado intento por fortalecer constitucionalmente Europa. La historia se repite. Fobia a las constituciones como hace 25 años le pasó con la nuestra. Así termina el 2003. Exceptuando el intento de golpe de Estado del 81, el peor año de la democracia. Ojalá el 2004 marque un cambio de tendencia. Las elecciones de marzo emergen como una esperanza. Está en juego la salud de la democracia, los valores del pluralismo y el derecho a convivir en la diferencia. Está en juego nuestro papel en el mundo y, en lo inmediato, la calidad de nuestras libertades civiles. El 2004 puede frenar la deriva democrática que sufrimos.