Haga como yo, no se meta en política". Cuenta la leyenda que con tal consejo zanjaba el dictador Francisco Franco las discusiones entre sus ministros cuando se ponían tensos. Entre todas las herencias dejadas a la cultura política española por aquellos 40 años de silencio, ninguna resiste tan bien el paso del tiempo como la aversión a la política, hasta convertir a la misma palabra en un adjetivo calificativo de la peor ralea. Basta con catalogar cualquier cuestión como política, para que caiga sobre quien se atreva a insistir la peor de las maldiciones.

La democracia es, como bien decía Shumpetter, un mecanismo de selección de líderes. Pero también tiene que ser un ejercicio de deliberación pública y debate colectivo para proceder a la toma de decisiones sobre todo aquello que definimos como público. Algo funciona muy mal cuando la política es rebajada sistemáticamente a la condición de actividad digna de escaso respeto, o quienes la practican son clasificados sin atenuantes como personas de poco fiar. Esa imprescindible dimensión deliberativa entre modelos, ideas y visiones queda malherida.

Si aceptamos que la calidad de la democracia guarda una relación directa y exactamente proporcional al aprecio que la sociedad otorga a la política y los políticos, resulta evidente que vivimos momentos de democracia en situación de saldo y liquidación por fin de existencias. Vivimos tiempos donde la gravedad y el alcance de los dilemas públicos planteados debieran ser momentos de gran política. Asuntos como la teoría de la guerra preventiva, el supuesto choque de culturas avivado por el fenómeno de las inmigraciones masivas o el cambio de modelo económico planetario que acompaña al proceso de globalización exigen más que nunca a la democracia desarrollar a fondo sus calidades deliberativas. La política debería servir hoy como instrumento para el contraste y la selección entre modelos alternativos y visiones contrapuestas sobre el mundo donde queremos vivir. Pero sucede todo lo contrario.

El axioma del dictador sigue vivo. Incluso extiende su vigencia a escala planetaria. Hay que viajar mucho en el tiempo para encontrar tantos líderes elegidos democráticamente resistiéndose con uñas y dientes a dar explicaciones en democracia. Pocas veces tantos gobernantes han utilizado y utilizan el viejo truco de pedirnos que no nos metamos en política, para que dejemos de pedirles explicaciones sobre las cosas que realmente nos importan y nos afectan. La política queda restringida a cuestiones de otra galaxia, como el seno de Janet Jackson.

Se abren comisiones de investigación en EEUU e Inglaterra sobre la calidad de la información que llevó al trío de las Azores a embarcarnos en una guerra inmoral. Pero se excluye expresamente cualquier evaluación sobre la propia calidad de la decisión política de arrasar a bombazo limpio un país entero. En España se debate sobre la honestidad de Aznar en las entrevistas televisivas donde empeñó su palabra sobre la existencia de armas masivas, pero expresamente se cierra cualquier revisión en sede civil sobre la decisión en sí misma, alegando que sería un "debate político". Pasó lo mismo cuando el Prestige asoló las costas gallegas. Toda la maquinaria del Estado se empleó a fondo en convertir el debate político en más chapapote para limpiar. Pasa exactamente igual con el proceso electoral que nos conduce sin prisa al 14 de marzo. No hay debate porque sería hacer política, se argumenta. Para añadir a renglón seguido que los ciudadanos no quieren meterse en política precisamente por estar hartos de ella. Ni siquiera la polémica entrevista de Carod-Rovira levanta la veda a la política y todo queda reducido a una cuestión de protocolo, oportunidad y malas compañías.

El objetivo parece ser obligarnos a escoger entre candidatos según su capacidad para condensar la dinamita dialéctica en los 20 segundos diarios de televisión. El único criterio de selección válido para comparar entre programas que se supone concretan un modelo de sociedad y convivencia parece ser calcular quién ofrece más empastes gratis. Aunque para ser justos, hay que admitir que hemos ganado al menos en civilización de la pugna electoral. Hasta hace bien poco, el criterio de selección consistía en ver quién era más duro con el nacionalismo.

Esperemos al menos que Oscar Wilde tuviera razón y lo importante sea que hablen de uno, aunque sea mal. Es el consuelo que nos resta a quienes queremos meternos en la otra política.