Sorprende la descalificación desdeñosa --cuando no el rechazo abrupto-- de la figura política de Ronald Reagan por parte de la progresía política e intelectual europea. Tony Blair no abunda en esta crítica coral y pone de relieve, con su habitual listeza, el mérito fundamental de Reagan: haber devuelto la autoconfianza a sus conciudadanos, después de la debacle de Vietnam y de la presidencia débil y errática de Carter. Esta autoconfianza se fundamentó en la definición precisa de las grandes líneas del programa propuesto. 1. El Gobierno no es la solución, sino el problema. 2. Hay que reducir los impuestos y el gasto público --salvo el de Defensa-- para activar la economía. 3. La política exterior ha de perseguir la hegemonía global para defender y promover los intereses del capital de EEUU. 4. La URSS es el imperio del mal que debe ser destruido.

Pero, además, Reagan desplegó toda su maestría en televisión y toda su gracia como comunicador para vender este programa. De ahí que, con independencia de lo que nos parezca el mensaje ideológico, su mérito es grande. Piénsese que su sombra se ha prolongado hasta hoy. De hecho, el actual presidente Bush es, ideológicamente, más hijo de Reagan que de su propio padre.

Cabe extraer una enseñanza. En la actualidad, para dinamizar políticamente a la opinión pública hace falta presentar un proyecto sugestivo y comunicarlo con fuerza y convicción. No basta exhibir con reiteración un talante novedoso. No puede fiarse todo a la reforma de una ley, atribuyendo a su modificación unos pretendidos valores taumatúrgicos. Hace falta un líder.