Está muy bien que un israelí y un palestino se abracen y se besen con motivo del Fórum de Barcelona, y que se deseen shalom y salam --que significa paz en sus respectivos idiomas--, pero estos ritos tan emotivos cuentan muy poco en la vida de sus pueblos. A veces se tiene la impresión de que hay actores profesionales que, cara a un público amante de los gestos, se contratan para oficiar la ceremonia de la esperanza de paz en encuentros como los que tienen lugar en suelo barcelonés, junto al mar más teñido de sangre que hay en todo el planeta.

Lo que cuenta entre comunidades enfrentadas es el día a día, y los hechos nos hablan ahora de la sentencia del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, que declara ilegal el muro que construye Israel con la intención de aislar a los palestinos al otro lado de la pared, al tiempo que ordena su demolición, mandato que el Gobierno hebreo declara de forma rotunda que no acatará. Una declaración de Sharon tan rotundamente negativa para el diálogo y la paz tiene más peso que un millón de besos y abrazos entre israelís y palestinos.

Entre las naciones se acatan sólo las sentencias que convienen. Ocurre igual con las resoluciones dictadas por la ONU, de las que Israel hace, una y otra vez, caso omiso, a pesar de que debe su existencia como Estado a una votación de la Asamblea General. No le conviene ahora cumplir lo que ordenan los jueces internacionales y sus portavoces se afanan en aguar la fiesta no sólo de los palestinos, sino también de los millones de seres humanos que hace ahora casi 15 años, testigos de lo que ocurría en Berlín, creyeron a ciencia cierta que se habían acabado los muros separadores. Israel ha superado aquella vergüenza. El de la capital alemana medía 155 kilómetros; el de Oriente Próximo tendrá una longitud de 730. La burla a la sentencia daña a un pueblo y, al mismo tiempo, destruye una ilusión.